Empezamos septiembre por todo lo alto. Ya conocéis las maravillosas reseñas de los capítulos de la serie desde el punto de vista de un No Lector (de Canción de hielo y fuego) desde la quinta temporada de la serie, obra de Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano autor del fantástico Hombres Armados.
Antonio pagó sus deudas y tras acabar la serie de la HBO, comenzó a leer las novelas de Canción de hielo y fuego. Tras sus magistrales reseñas de Juego de Tronos, Choque de Reyes, Tormenta de Espadas y Festín de cuervos, le toca despedir la saga con Danza de Dragones. Coged palomitas y disfrutad.
De No Lector a Lector – Reseña de Danza de Dragones, por Antonio Valderrama
Por Antonio Valderrama
Cuando Colón viajaba, sin saberlo, hacia un continente ignoto al final del verano de 1492, se encontró de repente con sus dos carabelas metidas en un mar de algas en el que no soplaba el viento. Sin poder avanzar y rodeados por una inmensidad líquida, sus hombres estuvieron cerca de volverse locos.
En realidad, más que el bosque de flora marina que parecía frenar a sus barcos, lo que detuvo a Colón fue un vórtice gigantesco formado por el cruce de las corrientes que atraviesan aquella zona del Atlántico Norte. Es el mar de los Sargazos, desde entonces utilizado como sinónimo de desierto del que parece imposible salir, donde nunca pasa nada y donde el mayor peligro es volverse majareta a causa del aburrimiento.
No obstante, aclaro que no me aburrí leyendo Danza de dragones.
Sin embargo, es el libro que menos me ha gustado de toda la saga, lo que no quita para que su nivel medio siga siendo alto. He tardado menos en leerlo que, por ejemplo, Choque de reyes o Tormenta de espadas, siendo mayor su extensión. Quizá era una cuestión de expectativas o sencillamente la culpa la tiene la subtrama de Meereen.
Afrontaba la lectura de Danza de dragones con la esperanza de que, por fin, los dos grandes ejes de Canción de hielo y fuego avanzasen de golpe. Pero es en este punto cuando lamento haber sido seriéfilo antes que lector: en el Muro y en Meereen pasan cosas, pero no tantas.
En general, la sensación es que, tras más de mil páginas, los resortes que mueven la increíblemente compleja máquina interna de esta novela-río siguen desperezándose. Para colmo, ahora hay una nueva pieza más, que amenaza con cortar como una sierra toda la tramoya y dividir el escenario.
Porque esa es la verdadera gran noticia de este libro, la puesta en escena del tercer Targaryen: el dragón ya tiene tres cabezas. No se puede decir, o no del todo, que Martin se lo haya sacado de la manga, pues se nos viene anunciando desde los albores de la saga.
La visita de Daenerys a la Casa de los Eternos cobra todo su sentido tres libros más tarde. Aunque haya quien sospeche que ante el éxito universal de su historia, George R. R. Martin decidiera ampliarla aun a riesgo de destruir la coherencia interna, con tal de seguir manufacturando libros.
En la historia del supuesto Aegon Targaryen hay algo de mitología griega: rescatado, como Zeus, de las garras de la muerte siendo un bebé mediante un cambiazo. Regresa igual que el joven Edipo a reclamar el reino de su padre guiado por un mentor, Griff, al que es imposible no comparar con Jenofonte.
Al frente de sus propios Diez Mil mercenarios griegos, que Martin llama la Compañía Dorada, su Anábasis tiene el sentido contrario: desde Oriente hasta Occidente, pero la misión es la misma, acompañar a un joven príncipe en su lucha fratricida por un trono. No obstante, aquí nos estamos adelantando: no hay aún ningún hermano que sepa que este Ciro el Joven rubio platino le esté disputando sus derechos dinásticos sobre Poniente, puesto que esa asunción que yo ya sé es la trampa de la serie.
En este libro he descubierto el gran inconveniente de haber visto la serie primero. Por un lado está lo irritante de esperar constantemente a que sucedan las cosas que ya vi en la pantalla, lo que me lleva a leer empujado por la predeterminación. Pero eso no es culpa de la serie, claro. Sin embargo, hay muchas cosas mal en la adaptación que hizo la HBO.
Quizá la peor de todas sea el modo en que la tercera rama Targaryen se cercena de raíz y se integra, a empellones, la personalidad y las aspiraciones de este aparente hijo de Rhaegar con Jon Nieve, de modo que en lugar de disponer de dos personajes distintos, se compone un híbrido. A lo mejor está aquí la razón por la cual Nieve fue la gran decepción de las últimas temporadas, una criatura a todas luces inmadura como artefacto literario, a diferencia del Nieve de los libros.
Este libro es, sin duda, el más afectado por la simultaneidad con la serie de televisión. Como toda obra de arte, su interpretación es un fenómeno de ida y vuelta: lo que el autor le ofrece al lector le viene devuelto por éste, con sus anotaciones al margen y sus pie de página. Y así, la obra cobra vida propia. La vida propia de Danza de dragones es más pobre que la de los cuatro libros anteriores, en tanto que la mirada de los lectores, por lo menos la mía, estaba sucia, viciada por el espectáculo de la HBO.
Danza de dragones es un libro pesado, el más difícil de leer de toda la saga. El viaje al fondo de la noche y de la duda de la reina Daenerys es lo más introspectivo de la serie, en el sentido casi de película de nouvelle vague o de cine de Antonioni: el corazón y la mente de la niña reina se espesa, Martin logra transmitirnos muy bien la incomunicación que la separa de quienes la rodean dentro de su torre de marfil.
El emplazamiento-símbolo de su poder real en Meereen, la pirámide, cobra aquí todo su significado. Está aislada como un faraón egipcio o como un monarca azteca. La ciudad y el pueblo meereno son, sencillamente, un oscuro magma hostil del que sólo es posible protegerse con los altos muros y contrafuertes de una fortaleza que se proyecta hacia el cielo.
Por el camino, sin embargo, el escritor sacrifica uno de los puntales de su (cada vez más) frágil edificio narrativo. Se caen la frescura y el dinamismo con el que el lector se siente transportado a través de los escenarios en los que se desarrolla la trama coral.
Hay momentos de puro relleno en los vaivenes emocionales de Daenerys, no obstante servirles al autor para introducirnos en una ciudad que va convirtiéndose poco a poco en Mad Max. Meereen se descompone como una Roma tardoimperial en la que los pretorianos gobiernan de facto y el pueblo asiste impotente al banquete de las ratas. Mientras, el emperador, ensimismado, habita en el reflejo deformado que le devuelven los espejos de palacio.
Lo más interesante de este larguísimo impás al otro lado del mundo ocurre al final, con esa huida a los márgenes de la civilización a lomos del dragón pródigo, después de la carnicería del coliseo. Como Cristo retirándose al desierto y siendo tentado por el demonio, Daenerys se convierte en uno de esos personajes de la literatura rusa que trasciende y se conecta con el foco mismo de la vida mediante el tormento físico, la desnudez, el vagar sin rumbo por la cruel naturaleza y la catarsis con tintes de epifanía.
Cumple, además, de este modo, con dos de las etapas del “monomito” que Joseph Campbell describe en su viaje del héroe. Primero el “vuelo mágico” (y esto es así en sentido estricto, pues Daenerys huye de su peligrosa realidad a lomos de Drogon, abandonando por un momento, de forma abrupta, su sagrada misión). Y después el “rescate externo”, pues es salvada con un canónico y previsible Deus ex machina de su errar incierto y de su debilidad física en el punto crítico de la misma.
Todo está ya, parece, dispuesto y es en Danza de dragones donde de un modo indisimulable Martin se apega a la senda narrativa tradicional, a la estructura por antonomasia de las historias de ficción. Quizá es por necesidades funcionales insoslayables puyes su novela río, a estas alturas, es ya un verdadero Yangtsé. Sin embargo, la inclusión del Targaryen perdido, a fuer de ser algo que apesta naturalmente a rocambole y a alargamiento de la trama, está bien hecho.
Es decir, no sólo aparece anunciado ya en el segundo libro: Martin deja pistas o cabos sueltos por todas partes a lo largo de su obra, con gran astucia narrativa, de modo que siempre que lo necesite pueda sacarse un personaje o una subtrama de la manga sin que todo el entramado se resienta, aunque eso le cueste ocho o nueve años de quebraderos de cabeza. Sino que también le da aliento épico a un libro que va todo el tiempo con la lengua fuera.
De toda la vida los escritores, los pintores, los artistas en general, manipularon a conveniencia sus creaciones con tal de ganar más dinero. Dostoyevski, por ejemplo, escribió El idiota en tiempo récord sólo para ganar el dinero suficiente con cada folio con el que pagar una apremiante deuda de juego. Así que conviene no ponerse estupendos con George R. R. Martin.
En literatura se puede hacer cualquier cosa, siempre que se haga bien. La subtrama del tercer Targaryen está bien planteada y de momento, bien ejecutada, y lo que pase en los libros que faltan tocará comentarlo cuando podamos leerlos.
Además de llevar la historia a un terreno a medio camino entre el cantar de gesta de la Antigüedad, la Ilíada, y el relato de aventuras mediterráneas de la Edad Moderna (estoy pensando, mismamente, en la campaña contra Túnez de Carlos V, en las expediciones navales contra los piratas berberiscos, en las guerras contra el Turco), nos ofrece la posibilidad de deleitarnos con ese artefacto tan goloso para la imaginación como es la Compañía Dorada. ¡Jenofonte estaría orgulloso!
Estos diez mil hoplitas de Poniente, exiliados por generaciones enteras, luchan batallas de sus abuelos, son seres desalojados del presente, en una continua impugnación del pasado. Como los atenienses de la Anábasis, se venden a cualquier príncipe extranjero porque no saben hacer otra cosa y el repentino Targaryen les ofrece la mejor causa de toda su melancólica historia como fuerza de combate: devolver el trono al príncipe perfecto, recuperar esas vidas que en realidad no son ya suyas, nunca lo fueron, de la mano de un Ungido, de un Elegido, de un mesías.
Estos quijotes culminan todo ese tránsito de Tyrion por el paisaje sentimental que lo conforma como hombre y que resulta lo más interesante de todo el libro, ese universo al que se dedicó desde niño lleno de dragones, caballeros, reinas y mundos remotos y que lo convierte en estadista. Y en la mente más brillante de todo el mundo de Canción de Hielo y Fuego.
La travesía por ese río Aqueronte, que era el que los griegos pensaban que llevaba al inframundo, por el que Caronte conducía las almas de los muertos, es la parte más viva y vibrante del libro. La impresionante travesía por el Rhoyne es toda una road-movie en versión literaria, entre L´Atalante y La reina de África pero sin amor.
Es uno de esos pasajes que lo hacen constatar a uno la pobreza de la versión televisiva de la saga. Se lee al mejor Martin en esas páginas húmedas vistas a través de los ojos del enano, páginas que huelen a miedo, a niebla; páginas que chapotean en el agua sucia que baña los restos de toda esa civilización precolombina que el autor ubica entre las orillas de un Orinoco interminable que amaga con conducir lentamente a la locura a todos los tripulantes de ese extravagante navío cuya carga es el futuro de Poniente.
El paroxismo de todo ese estado mental se alcanza con la aparición de todos esos hombres de piedra, enfermos de psoriasis, apestados, tuberculosos y parias de la civilización, no-vivos pero tampoco muertos que acechan en los márgenes del río mientras esperan, sencillamente, a que se complete la degradación de su locura. Aflora el Martin oscuro, el Martin del terror, el de las bodas sangrientas, el Martin fresco y dinámico que nos conduce con esa fisicidad tan suya, tan de su escritura, por la acción, manchándonos, aterrándonos, llenándonos de mierda hasta la coronilla.
Y Tyrion, bajando al inframundo, se encuentra con un fantasma. Que el caballero errante y perdido de Poniente, el paladín defenestrado de Daenerys, Ser Jorah, emerga de las tinieblas como un llanero solitario, un monomaníaco que le ha declarado la guerra al mundo, transforma la historia a algo parecido a un western medieval.
Toda la descripción de la exuberante Volantis nos lleva a Marco Polo y al imaginario abigarrado de los europeos de los siglos XIII y XIV, a cómo veían esas ciudades increíbles de Oriente, el Oriente envuelto en bruma. En cierto modo todo lo que les ocurre a este extraño binomio, a estos Quijote y Sancho desde Volantis hasta que llegan a la Bahía de los Esclavos y se presentan, inopinadamente, ante las puertas de Meereen, es una Odisea, una interpretación libre pero reconocible del mito homérico.
Es curiosa la predilección de Martin por lo cervantino, en Festín de cuervos, un libro que se agiganta en el recuerdo meses después de su lectura, o en Tormenta de espadas, el tándem Jaime-Brienne funciona también igual. El libro vuelve a espesarse tras Volantis, con esa conspiración poco sustanciada (y sustanciosa) del principito dorniense robadragones, un rodeo dramático prescindible y sin viso claro de utilidad para la estructura narrativa principal.
Quizá lo más interesante de esta parte final del libro sea comprobar que los dragones no son, en realidad, esas criaturas disneylándicas que la serie se esforzó por cultivar: son una fuerza demoledora, devastadora e imposible de domeñar incluso para la reina de fuego, su madre. Joyas anheladas por todos los jugadores que se inclinan sobre el tablero del juego de los tronos, constituyen el elemento, sin duda, decisivo para el devenir de una trama que con Danza de dragones apenas se aclara y se enturbia mucho más.
El sexto y esperado libro de Martin constituirá, así, la prueba definitiva de su altura histórica como escritor, pues debe salir de un atolladero monumental o, mejor dicho, debe resolver con éxito su intrépido all in. Si lo consigue, estaremos hablando, sin atisbo de duda, de uno de los grandes de verdad de la historia de la literatura.