Os traemos hoy lo mejor que vais a leer este fin de semana, salvo que se anuncie Vientos de Invierno. Como ya sabéis, algunos de los artículos más geniales de Los Siete Reinos son las reseñas de los capítulos de la serie desde el punto de vista de un No Lector (de Canción de hielo y fuego) desde la quinta temporada de la serie, obra de Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano autor del sensacional Hombres Armados.
Antonio pagó sus deudas y tras acabar la serie Juego de Tronos, comenzó a leer las novelas de Canción de hielo y fuego. Tras su magistral reseña de la primera novela de la saga, Juego de Tronos y la de Choque de Reyes, llega la de Tormenta de Espadas. Es maravillosa.
Tormenta de Espadas: también hay justicia en el mundo, por Antonio Valderrama
Por Antonio Valderrama
He leído Tormenta de espadas, el libro que contiene los momentos, quizá, que terminaron de arrebatar al mundo cuando fueron puestos en una pantalla por la HBO. Y tras sus 1107 páginas, bien servidas de truculentos sucesos, de giros, golpes de fortuna, aventuras, desventuras, tragedias de crueldad asiática y todo tipo de elementos narrativos de primera calidad, llegué al epílogo. Y en el epílogo, apenas diez hojas, Martin consiguió sacar una última mano cubierta por un guantelete como de armadura de Gregor Clegane y trocotró: me dio una hostia que me puso mirando a Meereen.
En esas diez páginas aparece condensado lo mejor de George R. R. Martin: maestro de la distancia corta, posee la habilidad, extraordinaria y tan cotizada, de conducir al lector hacia un nuevo recodo del camino. Sin que por ello el lector, que se espera un último truco de mago, deje de sentirse fascinado por lo que está leyendo y va a acontecer.
Es como cuando Messi tira una carrera diagonal: todo el mundo sabe lo que va a hacer, todo el mundo espera que lo haga, todo el mundo sabe cómo lo hace, pero cada vez que arranca desde la banda derecha con la bola pegada al pie, nadie puede detenerlo, cruza la frontal del área y casi siempre chuta. ¿Cómo es posible, si siempre hace lo mismo, en apariencia algo tan sencillo?
Es el gran mérito de Martin como escritor, no repetirse, parecer siempre nuevo, no perder nunca la frescura, que es lo más difícil para el narrador de folletines, obligado al beat permanente, a que en cada línea pase algo. Condenado al in crescendo y al coitus interruptus, Martin domina esa vibración y sabe canalizarla. Siempre quiere uno más. No creo que se pueda decir nada mejor sobre un escritor que fusiona la literatura popular con la cocina gourmet de las letras.
Tormenta de espadas es un libro de consagración: después de dos estupendas entregas, Martin dispara su artefacto narrativo. Las piezas, ya perfectamente dispuestas, pueden jugar solas. Y juegan.
No sólo eso, Martin se lanza a sí mismo un órdago y hace realidad el sueño de cualquier narrador, que es multiplicar exponencialmente su propia historia manteniendo un orden lógico básico, una coherencia interna que, sin embargo, al final de este libro parece a punto de reventar las costuras de la Canción de Hielo y Fuego.
A partir de este punto, los personajes pueden caminar solos, y eso es un riesgo notable para un creador. Porque la resurrección de Catelyn, la puesta en escena, tan cinematográfica, de esa Catelyn gigantesca, calva y zombi, regurgitada por el mundo de ultratumba para vengar de manera monstruosa la tragedia de los Stark, es la mano más arriesgada que se ha jugado el autor en lo que le he leído de saga. Confieso que estoy impaciente por descubrir si sale airoso de la apuesta.
El epílogo de este libro es un all in, el broche de oro a la novela que impulsa hacia adelante los múltiples dispositivos narrativos que componen la trama. Tras la transición de Choque de reyes, Poniente es un inmenso campo de batalla en ruinas. En las cenizas del Aguasnegras, “pasan cosas”. Y pasan muchas.
Lo que sucede más allá del mar que separa los siete reinos del resto del cosmos creado por el autor, así como lo que ocurre alrededor del Muro, sigue teniendo una importancia relativa: Daenerys crece lentamente, pero ya la tenemos no sólo como conquistadora de ciudades y libertadora de esclavos, sino como mujer adulta; sus dragones ya vuelan y queman, pero todo en la subtrama Targaryen tiene un deslizar perezoso, como si se estuviera fraguando con paciencia.
Pasa igual, con una intensidad dramática mayor, con las peripecias del bastardo de Invernalia entre salvajes y cuervos juramentados. Ahora lo sé porque he visto la serie, pero la existencia de unos hilos que conectan los dos puntos más alejados del universo Martin se me antojan ahora muy visibles.
Ambas subtramas se mecen juntas, en las dos sus protagonistas avanzan, aprenden, caen y se levantan, pero todo parece predeterminado y por lo tanto, bajo la fanfarria de los ataques espectaculares al Castillo Negro o de los asaltos a las exóticas ciudades esclavistas, el núcleo del relato se está desperezando, con parsimonia. Confieso que, para mí, en Tormenta de espadas, los escenarios llenos de nieve y arena me han resultado los menos interesantes.
Lo importante sigue estando en el paisaje devastado de Poniente. En Tormenta de espadas avanza gracias a personajes como Davos, Jon Snow, los Frey, ser Bolton y lord Twyn Lannister.
La presentación de Davos en este libro es sublime: un hombre que se muere de sed, abandonado a sus fantasmas, en un islote, lo suficientemente cerca de la costa como para no desesperar de ser visto y lo suficientemente lejos como para que casi no lo vean. Es una alegoría del personaje, un plebeyo elevado a noble que se la juega en el filo deslizante de una navaja, en una posición a la que no pertenece pero a la que no puede renunciar.
Creando estas imágenes con un subtexto tan fuerte, Martin es un genio, está a la altura de los escritores más grandes. Es decir, la trama principal se mueve gracias a los maquinadores, a las eminencias grises que tejen y destejen el tapiz sangriento de la guerra. En el libro, el curso la guerra sirve además para presentarnos a dos nuevas casas, los Tyrell y los Martell de Dorne, apenas esbozados ambos en dos figuras poderosas que seducen por evocadoras, Oberyn y lady Olenna.
Con las casas sureñas la historia gana otra vez profundidad y amplitud, pero la sensación con estos nuevos linajes es que lo mejor, como con los Targaryen, está por llegar. Lo nuclear, en Tormenta de espadas, sigue pasando en torno a los parias y segundones de Starks y Lannister, que o asisten impotentes a las tragedias de los capitostes de sus familias, o las provocan.
En torno a tres hitos fundamentales, Tormenta de espadas gira como un átomo descrito por Epicuro, golpeándose aleatoriamente con otros átomos y produciendo por tanto, en el vacío, nuevas formas de vida, vida cambiante dentro del marco infinito del universo Martin, que permanece por siempre inalterable. Las estaciones se suceden como está cantado en los viejos cuentos, y los hombres viven, matan y mueren pidiéndole ayuda, o despreciando, a unos dioses que no obstante siguen por siempre mudos y ciegos ante su destino.
Los tres hitos fundamentales a los que me refiero son, por orden cronológico, la Boda Roja, la Boda Púrpura y el combate a muerte entre Oberyn Martell y La Montaña. Mueren reyes y son enviados por la mano invisible y todopoderosa del escritor a dormir el sueño eterno en la cajita de la que hablaba Omar Jayyam en su poemas, donde Dios mete las piezas de su ajedrez, reyes y peones, cuando termina su partida.
Pero el rey legítimo, Stannis, hace un movimiento de alfil, sobrevuela el Norte descabezado de Greyjoys y Starks sin jefes ni dueños. Aterriza en el Muro para conquistar un futuro que después del Aguasnegras, y durante casi todo el libro, parecía perdido.
En este libro, Martin afila a varios personajes y les da un relieve más oscuro y por tanto, más realista. Esto se puede ver particularmente en Stannis Baratheon y en Jaime Lannister.
Pero también emerge de esa tiniebla por la que había danzado hasta ahora, por ejemplo, Meñique, el gran hacedor, que sale de la zona gris para erigirse como un Richelieu embebido de Maquiavelo. Es el gran malvado de toda una historia llena de verdaderos hijos de la gran puta. Su alter ego en la serie se me aparece ahora como un personaje mediocre, una recreación pésima, corta y a veces banal, del tipo que detona todas las bombas que estremecen el tablero del juego de tronos.
Algo que me queda de la lectura de este libro, en este sentido, es mi decepción con Oberyn Martell: creo que es el único personaje al que la HBO supo exprimir a fondo todo su potencial, tanto que, por su fotogenia incomparable, la Víbora interpretada por el estupendo Pedro Pascal supera al original. En cambio, el relato del juicio por combate es sublime, de una fuerza tan cegadora como el “sol de Dorne” que ilumina por un instante la posibilidad de salvación de Tyrion.
Que el Gnomo acabe vomitando y que esa vomitona sea el cierre de un duelo alatristesco (sólo he leído a Pérez-Reverte describir mejor un cuerpo a cuerpo, de hecho no me extraña que Martin sea aficionado a don Arturo, sus combates son prácticamente crónicas periodísticas, técnicas, en donde uno viaja inmediatamente desde el tipo de acero hasta la bilis gástrica que sale de una barriga abierta por la cuchillada, sin ahorro de detalles) es de una fuerza metafórica tremenda.
Otra secuencia muy por encima de la recreada para la televisión es el rescate de Brienne de Tarth por parte de Jaime Lannister. Este binomio funciona de maravilla desde la primera escena. Brienne le sirve a Martin para engrandecer al Lannister pérfido que habíamos conocido de oídas, al que siempre se había visto por los ojos mal dispuestos de todos sus enemigos.
El engrandecimiento se produce, lo cual es un acierto inmenso y revela la hondura de Martin como creador, mediante la miseria. Se ve al presuntuoso Matarreyes ser humillado y padecer la burla, el escarnio y lo peor, la compasión de todos los seres que hasta ese momento habían sido inferiores y despreciables para él.
Martin presenta su transformación en forma de via crucis auténtico, muy cristiano. Se ve a Jaime sucio, maloliente, supurando pus, delirando de fiebre, siendo llevado en brazos, como un niño pequeño o como un anciano indefenso: él, que era la espada más brillante de los siete reinos. Se ve también a Jaime confesarse desnudo, una escena de gran poder evocador y simbólico. Se desvelan sus debilidades, las imposibilidades que han embarrado su pasar por el mundo. Aflora el humano. Lo que va quedando del Matarreyes es piel muerta, como la que envuelve su muñón.
Brienne y Jaime son la versión de Martin del Quijote y Sancho Panza, haciendo aquí de Quijote, curiosamente, la mujer y de Sancho, el noble de alta cuna, cuyo vanidoso y cruel pragmatismo se va tornando en humilde reconocimiento del dolor del mundo. Dolor que sufre en carne propia y que lo transforma en un hombre nuevo dentro de una carcasa vieja; es esa carcasa la que el mundo exterior ve y por la cual todos los que tratan con él lo juzgan.
La escena de apertura del libro, la primera escena entre los dos, es otro grandioso trazo de lo que Martin es capaz de dibujar: Brienne salta de un barco, nada hacia un peñón en medio de un río turbulento, trepa como un gigante y destruye una galera a pedradas; luego vuelve a saltar y se incorpora con el barco en marcha. Moveré montañas por ti. Es ella la que termina trayendo al mundo a Jaime, sin que Jaime sea, todavía, capaz de impregnarla a ella de su cinismo vital.
El universo cruel de Martin, donde el dolor parece ineluctable, tampoco está desprovisto del todo de un sentido de justicia “final”. Como si los Siete Dioses, los Dioses Antiguos y R´hllor, el Señor de la Luz, conformaran un todo omnipotente que en último término juzgara siempre las acciones de los hombres. Al modo, por así decirlo, de los dioses griegos en las tragedias clásicas. Martin toma partido moral. A Jaime le cortan la mano y es como si así expiara el pecado original, el asesinato de Aerys.
Pero pasa lo mismo con su padre Tywin, con su hijo, el insoportable rey Joffrey, incluso con Vargo Hoat: todo el mal que han cometido sobre la Tierra acaba alcanzándoles como un rayo inesperado arrojado desde el brazo de un Zeus implacable, que los fulmina. Es, en el fondo, una reivindicación que hace Martin, una invitación a la esperanza. ¿Ves, querido lector? No soy un cabrón sin corazón. En mi mundo, los malos, muy malos, pagan sus facturas, todas juntas. No es, su historia, una historia de angustia sin fin, aunque lo parezca.
Tormenta de espadas, se podría decir, sirve de alegato del Matarreyes. El lector puede conocer su historia, por fin entra en el salón del trono y ve al Rey Loco. A través del Rey Loco el lector conoce algo del “miedo Targaryen” que persigue por todos los confines del mundo a la pobre Daenerys. Como es habitual en él, Martin presenta los hechos y sus protagonistas, desde muchos prismas, se mantiene a rajatabla en una posición admirable como narrador total. Trabaja el efecto Rashomon con gran efectividad.
No hay buenos del todo ni malos malísimos porque el lector llega hasta los hechos centrales de la historia de manera fragmentaria, a través del recuerdo o la visión directa de muchos personajes distintos. La fragmentación no es sólo física (los siete reinos están despedazados en una guerra terrible, las alianzas van y vienen, los reyes se despachan con vértigo asesino) sino que afecta también a la consciencia de los personajes y del lector propio: nos funde, por así decirlo derriba la “cuarta pared”, usando el lenguaje del cine.
El pacto de veracidad con el lector se transforma en una cosa muy interesante que, en mi opinión, está en la base del éxito mundial de esta saga. Uno conoce tanto como el que se lo está contando y a cada instante la opinión que nos merecen los personajes está sujeta a cambios, a veces radicales. Esto le da consistencia a su relato, un sabor shakesperiano, aunque la más shakesperiana de todas sus personajes sigue siendo Cersei, acentuada en su perfil de Lady Macbeth tras la victoria de su casa en el Aguasnegras.
Cersei, la leona poseída de dolor que sin embargo es capaz de no dejar pasar la oportunidad que le brinda el asesinato de un hijo para quitarse de en medio a su hermano y adversario, Tyrion. Cersei, la madre herida con la daga más afilada de todas, que no obstante seduce a Jaime junto al catafalco donde yace muerto su hijo. Cersei, de la que también se desvela su vulnerabilidad, que Martin aprovecha para mostrar antes de eliminar con uno de sus golpes de efecto a su padre y sostén, sugiriéndonos un terrible futuro de gobierno en solitario de la leona que se cree demasiado lista.
Cersei y Twyn ejemplifican la tesis nuclear de Martin: tras masacrar por delegación a los Stark, ganarle la batalla a Stannis y asegurarse la lealtad de las casas más potentes del reino, parece que, por fin, están confiados en la cima de su poder. Nada de eso. Sic transit gloria mundi. Cersei, espléndida en el Trono de Hierro, pierde de golpe a los dos pilares en los que se apoya su debilidad.
Como el envés de la aventura de Brienne y Jaime en busca de sentido e identidad, Arya, por un lado, y Bran Stark y su cuadrilla de chicos anfibios y Hodor el gigante, por el otro, también hacen su propio camino. Con Bran (y con Arya durante un instante que Martin siembra con destreza en medio del torrente del relato para recoger su fruto al final), como ya pasara en Choque de reyes, el lector se zambulle en la tetradimensionalidad del relato, porque es lobo, olfatea, caza, saborea la sangre y se escapa a través de los bosques a toda velocidad.
También irrumpe en medio de una tormenta para salvar al hermano Nieve. Aquí, otra vez, Martin regala una muestra de su talento para la acción y su capacidad cinematográfica para unir lo que pasa con el decorado. La forma y el fondo. El lobo saltando dentro de la taberna sin techo en el momento en el que un rayo ilumina la estancia oscura…esta forma de narrar llega al clímax en la Boda Roja.
¡Cuán diferente de la televisión! Aquí, el sonido es el protagonista. La paradoja no es tal cuando se lee: uno oye, siente el tamborileo de los Frey y el retumbar ocupa todo el espacio mental del lector hasta el punto de que se hace imposible continuar leyendo sin angustia.
Al final, uno está deseando de que se desencadene la tragedia, nada más que por no seguir escuchando los putos tambores. En este capítulo, el escritor de guiones se corona. Llegados a este punto me pregunto si la HBO no habría salido ganando si le hubieran ofrecido a Martin un potosí por adaptar los guiones de su propia serie.
La nueva incorporación más espectacular de todo el libro es la de Lady Olenna. La vieja Tyrell tiene una altura excepcional, aunque como siempre en Martin con este tipo de personajes secundarios, la primera vez suele ser un aperitivo de algo mejor que vendrá después. Con ella Martin vuelve a exhibir su portentosa habilidad para construir personajes femeninos. Es la Livia de Robert Graves en Yo, Claudio: un demiurgo que sujeta su casa manejando los ángulos muertos.
Puede que con ella Martin haya querido ofrecer un contraste entre lo que Cersei aspira a ser y lo que todavía no es. Las dos son mujeres que deberían haber nacido hombres. Una, la anciana, es el espejo que refleja un futuro que Cersei sueña de manera inconsciente, pero su impulsividad y su orgullo le nublan el juicio hasta el punto de no reconocer los verdaderos peligros del juego de tronos y tropezar en ellos.
Olenna, como Cersei, desmiente la imagen falaz y estúpida de la mujer desvalida y aparcada en el desván de la Historia hasta el momento presente que parte del feminismo contemporáneo propala. Es una Isabel de Castilla, una Zenobia de Palmira que maneja los hilos del poder y se conduce de modo performativo por la Historia: la condiciona, incide en ella y establece sus leyes. Lady Olenna ejerce realmente el poder. Funciona, además, como detonador para Sansa.
Sansa sigue creciendo y en su alma se van desplegando infinidad de matices, hasta el punto que se puede ver dentro de ella un mosaico de emociones que se transforman, una acumulación de experiencias definitorias del carácter, una curva de aprendizaje como dirían ahora los que entienden de estas cosas. Me gusta comparar su evolución narrativa con la de Jon.
Tengo la sensación de que Jon sigue siendo el mismo: su línea, quizá constreñida por el escenario geográfico en el que su tragedia particular se desenvuelve, es la más plana. A lo mejor escribo bajo el influjo de la serie, pero me parece que todo lo que le pasa está prefigurado ya en la primera escena de Jon en Canción de Hielo y Fuego.
Todo resulta previsible, como si fuera un personaje que caminara con el piloto automático del héroe clásico, del héroe por antonomasia: un héroe demasiado perfecto, demasiado pegado al canon. Un héroe que cae al fondo del abismo y se levanta llegando hasta la cima y que todo eso lo hace acompañado de un halo que reconocemos a simple vista porque forma parte del acervo cultural de Occidente: nuestro ojo está entrenado para reconocer a tipos así desde la Odisea.