Pocos artículos han gustado más en la historia de Los Siete Reinos que las reseñas de los capítulos de la serie desde el punto de vista de un No Lector (de Canción de hielo y fuego) que ha hecho el amigo Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano autor del sensacional Hombres Armados, desde la quinta temporada de la serie.
El amigo Antonio ha cumplido su promesa, y una vez terminada la serie Juego de Tronos, ha empezado a leer las novelas de Canción de hielo y fuego. Así que hoy os traemos una pieza magistral: su reseña de la primera novela de la saga, Juego de Tronos. Os avisamos: es magnífica.
Juego de Tronos: ha merecido la pena, por Antonio Valderrama
Por Antonio Valderrama
Va a hacer seis años que me compré Juego de Tronos. Es la edición rústica, de bolsillo, de Gigamesh, aunque no sé si se puede seguir llamando de bolsillo a libros que valdrían como arma arrojadiza en la defensa de una muralla, por su volumen. Me lo compré una mañana muy temprano que llegué todavía borracho a la estación de Atocha. Ahora lo han reformado y es una desgracia; parece un puesto de pescado de la plaza, pero el Relay de la primera planta, el del vestíbulo de Salidas, era entonces como suelen ser los Relay, lugares interesantes donde uno puede husmear y mirar.
Allí lo encontré y me lo compré de un tarjetazo, la noche anterior me había desplumado todo el metálico y en mi aturdimiento comprar un libro se me figuró un asidero moral al que agarrarme para aliviar el sentimiento de culpa por la cogorza y mi aspecto lamentable. Por supuesto, ni siquiera lo abrí. Una vez llegado a casa, lo puse en una estantería, y ahí se ha quedado hasta este verano, mirándome como reprochándome algo, no sé si su no lectura o la infame mañana madrileña en la que nos conocimos.
No leérmelo en todos estos años ha tenido cosas buenas, no obstante: he podido escribir en esta tribuna mis impresiones de las últimas temporadas de la serie desde el punto de vista del no lector, primero, y cuando la serie se escapó de los libros, desde la perspectiva del neófito, del no iniciado en el universo de George R. R. Martin. Una vez terminada la serie sentí sin embargo la necesidad imperiosa de saber más, de conocer más, de no quedarme así. Me propuse meterle mano a la saga literaria y despejar de un cabezazo al córner el balón envenenado de la pereza. Lo conseguí y, naturalmente, me alegro mucho de haberlo conseguido.
Porque Juego de Tronos es buena, muy buena literatura. A mí siempre me ha dado lo mismo la distinción categórica entre literatura popular y alta literatura, nunca he entendido muy bien qué es lo uno y qué lo otro. Por ejemplo, en sentido estricto lo que escribía Dumas, mientras lo escribía y publicaba, era folletín, es decir, literatura para la plebe, de consumo rápido en periódicos y revistas. Pero hoy, ¿quién puede decir que El conde de Montecristo no es alta, altísima literatura? En fin, lo considero discusión espuria, entretenimiento de snobs y de gente así que escribe y manda en las secciones culturales de los periódicos.
Juego de Tronos, el primer tomo de Canción de Hielo y Fuego, es una obertura extraordinaria; como primer movimiento de una novela-río desbordante, poderosa, que ya va por cinco libros y que aún no se ha acabado, resulta atractivo, deslumbrante y por encima de todo (que es lo importante cuando de una saga se trata), muy adictivo. Juego de Tronos cumple sin lugar a dudas con su principal cometido: lo deja a uno con unas ganas espantosas de comprarse y devorar el segundo libro, igual que un maravilloso pórtico tira de uno y lo hace entrar en una iglesia.
George R. R. Martin escribe muy bien. Esto podría parecer una obviedad teniendo en cuenta la cantidad de libros que ha vendido en todo el mundo, pero no siempre vender mucho significa calidad narrativa. A veces sí, pero casi nunca se dan las dos circunstancias en los fenómenos editoriales que gracias a la magia inefable del mercado se desparraman sin que uno sepa cómo por todas las librerías, revistas culturales, timelines tuiteros, perfiles de Instagram de influencers, etc.
George R. R. Martin escribe muy bien y además es un narrador magistral que en Juego de Tronos se dedica con mano sabia a dibujar el paisaje donde va a tener lugar su fastuoso drama; a colocar, aquí y allí, las trampas, los recovecos, los escondrijos, los agujeros negros, los túneles, las puertas falsas y los callejones sin salida. Escuché una vez a Pérez-Reverte en un programa de televisión afirmar que escribir un libro es como construir un barco, primer el impresionante esqueleto, el armazón, y luego todo lo demás, hasta la última mano de pintura.
Martin, con Juego de Tronos, no construye un barco: pone los cimientos de su catedral narrativa, y la verdad, los cimientos son firmes, el plano de su iglesia revela a un gran arquitecto porque eso tampoco va implícito en escribir bien. Dotar de sentido general, darle empaque a una historia tan grande, tiene más de planificador o estratega (al fin y al cabo, es como diseñar una campaña bélica en la que nosotros los lectores somos el enemigo al que hay que vencer mediante la capitulación) que de puro esteta o de esgrimista morfosintáctico.
Martin, empero, destaca en lo uno y en lo otro, pero como fulano que una vez se metió en la faena de escribir un libro, valoro todavía más el fino trabajo chinesco de trazar una autopista tan larga y sinuosa y conseguir que la historia, como un río de fuerza brutal, vaya por ella siempre bajo su control.
Martin despliega tal sensibilidad a la hora de darle relieve al mundo que nos describe y a la interacción entre todos los seres que viven en él (y son muchos, muchos) que consigue no hacerse aburrido ni pesado incluso cuando todo el magma dinástico, toda la vorágine de casas, de alianzas, de territorios fantásticos, cae sobre el lector como un pedrusco. Martin suaviza el primer encuentro entre el lector y su universo, reduce la fantasía, los elementos propios del género en que se encuadra su saga, a útiles herramientas que están al servicio de una historia superior que no es en para nada fantasiosa, sino absolutamente humana, puramente humana.
Confieso que una de las cosas que más me retraían a la hora de empezar a leer Canción de Hielo y Fuego era el género, al que jamás hasta ahora me había acercado. Martin logra que Juego de Tronos tenga el tono de las antiguas tragedias atenienses, en las que el elemento sobrenatural estaba en perfecta armonía con el sentido de la historia, con la concepción física y moral de la misma: a nadie le extraña ver a Apolo interviniendo en una tragedia de Esquilo, resulta del todo natural, igual que ver a los dragoncitos sobre los hombros desnudos y tiznados de Daenerys. Eso, me parece a mí, es un mérito formidable del escritor y que haya conseguido trascender los nichos tradicionales de lectores del género fantástico, lo prueba.
El uso que hace de los diálogos y de los cliffhangers revelan al guionista veterano: en realidad, todo el primer acto de Canción de Hielo y Fuego es un inmenso cliffhanger, un in crescendo sostenido maravillosamente por la habilidad para la descripción del autor y su genialidad a la hora de construir mcguffins con los que expandir infinitamente las fronteras del universo particular de su historia.
Los diálogos tienen fuerza y en ellos se desgrana la historia fluyendo a lomos de los caracteres y las pasiones de los personajes, de manera completamente natural; al lector se le administra información sobre el pasado previo al inicio de la historia gota a gota, con sabiduría, dejando además que sea él mismo el que se encargue de terminar de enhebrar los cabos sueltos. Esto es de una gran dificultad pero por supuesto de un acierto admirable por parte del autor, quien de este modo eleva al lector casi a la categoría de cómplice de la propia historia. De ahí, supongo, el ingente caudal de interpretaciones que la saga ha generado en foros de Internet.
Juego de Tronos es un tablero del juego de la oca cuyas dimensiones sólo es posible atisbar en este primer tomo de la serie. La primera decisión a la que uno ha de enfrentarse cuando decide contar una historia es además la más importante porque condiciona inevitablemente el modo en que el lector se va a adentrar en ella, la forma en la que va a caminar por el mundo que vamos a poner a su disposición: la de la voz narrativa.
Aquí Martin acierta completamente. Vamos caminando de la mano de ocho personajes y así obtenemos una visión de conjunto que nos permite movernos de lo concreto a la general, atendiendo tanto la angustia particular que acompaña las peripecias de cada uno de estos ocho protagonistas como el desarrollo global de los acontecimientos: Martin, poniéndonos en los zapatos de ocho personajes con nombre, apellidos y mochila a cuestas, nos eleva también hacia la altura de un dios que todo lo observara desde un mirador panorámico.
Esto es extremadamente difícil, dota a la narración de una textura gruesa y compleja, convierte la labor del escritor en una costura paciente en la que es muy fácil perderse, salirse del patrón, equivocarse; lo extraordinario es que Martin nunca incurre en la incoherencia, pecado principal de este tipo de historias contadas en múltiples niveles, con un subtexto tan rico que puede transformarse en una hidra con vida propia que escape al control de su creador.
Martin es un maestro de la elipsis. Nos va llevando de un escenario a otro de su historia atajando en los momentos cruciales pero dosificando la intriga con mano experta. Uno de los aciertos en mi opinión más importantes del libro es que a través de la visión de los ocho personajes principales (seis Starks, un Lannister y una Targaryen) Martin dibuja los perfiles de otros que sin aparecérsenos completos, plenos, tampoco se nos presentan completamente blancos o completamente negros: Twyn Lannister, su hijo Jaime el Matarreyes, Cersei, Robert Baratheon, Theon Greyjoy, Jorah Mormont, en fin, unos actores de la gran tragedia de Poniente que van adquiriendo un contorno de episodio en episodio que los sitúa, desde la perspectiva del escritor, en la casilla de salida para protagonizar ellos mismos la continuación de Canción de Hielo y Fuego.
Incluso un personaje, Stannis, que sólo aparece de vez en cuando mencionado con miedo y sospecha por unos y otros, es decir, que ni siquiera tiene una línea de diálogo propio en las casi ochocientas páginas del libro, tiene una dimensión palpable, un perfil con peso específico que sin duda constituye una gran promesa para la continuación de la historia. Martin hace gravitar de este modo la historia en una serie de personajes, por así decirlo, preferidos, pero va situando peones en las distintas esquinas del tablero, para echar mano de ellos según le vaya interesando, cosa que supongo descubriré en cuanto empiece a leer el segundo libro de la serie.
Hay momentos fascinantes que por sí solos dejan a la serie de televisión a años luz de distancia: la descripción del Valle de Arryn, la subida de Catelyn a lomos de una burra hasta el increíble Nido de Águilas; el modo en que vivimos la batalla en la que Robb captura al Matarreyes, escondidos con Catelyn en el bosque mientras no podemos ver, sino oír, sentir, el transcurso de un acontecimiento tan vital; el diálogo en la penumbra de la mazmorra de la Fortaleza Roja entre Varys y Eddard, en donde Varys describe la personalidad de Stannis Baratheon con la mejor frase del libro (“No hay criatura tan aterradora en la tierra como un hombre justo”); la muerte de Khal Drogo, la desesperación mística de Daenerys…
Por supuesto, con cincuenta páginas del primer libro descubrí que no hay comparación que se sostenga con la serie, sin menoscabar el mérito y la grandeza del producto audiovisual: ni los más cuidados y celosos del detalle guión y producción cinematográficas podrán competir jamás con la literatura. Con la buena, se entiende.
Por ejemplo: cómo los dos niños Stark, Bran y Rickon, saben, tienen un conocimiento prerracional de la muerte de su padre, y la escena posterior en la que en efecto la noticia llega con un cuervo, y Martin, en lugar de cebarse, de pintar una escena melodramática que encoja los corazones, decide sin embargo soplar una brisa fría sobre la torre del maestre Luwin y envolverla con una suave lluvia de tristeza infinita, cuyo efecto es devastador sobre el lector, mucho más perturbador que una simple descripción de llanto y desesperación estrepitosa. Una escena así pone a Martin en un escalón superior, por encima de casi todos los narradores vivos actuales.
Todos los personajes de Martin, los narradores y los demás, son también seres complejos y contradictorios, cuya piel está muy arrugada y esconde muchos pliegues, sobre todo la de los niños: no hay villanos ni tampoco héroes redondos, si acaso Eddard Stark, el personaje más puro de los descritos. Pero incluso Eddard Stark acaba como un verdadero panoli, Martin decide rebajar su categoría de caballero virtuoso poniendo en su boca unas últimas palabras de renegado antes de ser ajusticiado como un inocente jugador novato del Juego de Tronos, engañado entre Cersei y la saña absurda de su hijo.
Leyendo a Martin he descubierto a un gran conocedor del alma humana y ese tratamiento ambiguo de la condición de sus criaturas denota una mente sabia, una mente que si no conoce al menos intuye el recoveco del corazón de los hombres. Es particularmente interesante su conocimiento profundo de la mujer, la manera en que ha sido capaz de desarrollar varios perfiles femeninos radicalmente distintos pero todos verdaderos, todos emocionantes, todos fascinantes por el potencial que late en ellos: Arya y Sansa, Daenerys, Catelyn, Cersei…maneja los antagonismos con sagacidad dostoievskiana, pues es fácil rastrear Los hermanos Karamázov en los frescos familiares que recrea en cada casa, con sus particularidades: los abismos que separan a los tres hermanos Lannister, la porosa fraternidad de los pequeños Stark, la salvaje incompatibilidad entre los dos herederos Targaryen.
Con los villanos es indulgente, con los desequilibrados es comprensivo y, como he dicho antes utilizando el ejemplo del patriarca Stark pero se podría decir lo mismo de Jon o Catelyn, con los buenos es severo. De modo que equilibra las impresiones iniciales que sus personajes pueden causar en el lector, coloreando de gris las actitudes de todos y enriqueciendo las motivaciones de cada uno de ellos. Esto, para mí, es alta literatura y no otra cosa: la literatura en la que el Bien y el Mal son presentados como dos caras de una misma moneda, como dos territorios cuya frontera es indistinguible, como dos mares a menudo mezclados más de la cuenta, en todas partes, en todas las circunstancias. Porque así es la vida y como escribió Joseph Roth una vez, la literatura, si debe ser algo, es una copia de la vida.