Son días de quedarnos en casa. Os traemos para ello una lectura sensacional para este fin de semana. Sabéis que algunos de los artículos más populares en la historia de Los Siete Reinos son las reseñas de los capítulos de la serie desde el punto de vista de un No Lector (de Canción de hielo y fuego) desde la quinta temporada de la serie, obra de Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano autor del sensacional Hombres Armados,
Antonio ha cumplido su promesa, y una vez terminada la serie Juego de Tronos, ha empezado a leer las novelas de Canción de hielo y fuego. Tras su magistral reseña de la primera novela de la saga, Juego de Tronos llega la de Choque de Reyes. Y os avisamos: es espectacular.
Choque de Reyes: herederos lanzados al caos, por Antonio Valderrama
Tras terminar de leer Juego de Tronos quise seguir de inmediato con la continuación, con el segundo capítulo de la Canción de Hielo y Fuego que tan buen regusto me había dejado. Si el primer libro era un espléndido pórtico, yo quería atravesarlo y entrar en la gran catedral literaria que se me prometía. Choque de reyes debía ser una especie de atrio, un primer vestíbulo donde ya es posible hacerse una idea de la altura de las bóvedas, de la amplitud de las naves y de la magnificencia de lo que contiene el templo. No me ha defraudado.
Choque de reyes logra mantener la tensión y desmadejar la trama sólo hasta el punto necesario para que las cosas se sucedan guardando la coherencia interna y apuntando nuevos cauces sin que por ello el conjunto se desmorone. Martin, en este sentido, avanza en su dominio del estilo folletinesco como un maestro de la literatura popular del XIX, al tiempo que sigue asombrando con una hondura shakesperiana en el desarrollo de todos sus personajes, en especial de Catelyn, Sansa, Arya y Tyrion.
El libro, además, despeja cualquier duda que alguien pudiera tener acerca de la comparación con la serie de televisión. La creación de la HBO es un animal de dos dimensiones, la Canción de Hielo y Fuego es uno que posee cuatro.
El enano Lannister y las niñas Stark, así como la viuda de Ned y Jon Nieve, son los personajes que acaparan Choque de reyes. Es curioso porque el título del libro alude a la línea maestra que ya quedó presentada al final de Juego de Tronos, la guerra entre los herederos de Robert Baratheon, supuestos, legítimos y autoproclamados, así como los aspirantes del norte.
Sin embargo, los lectores nos vemos conducidos a través del campo de batalla (figurado durante toda la novela, excepto al final) de Poniente de la mano de outsiders, de desheredados de la aristocracia de Poniente que se agarran con uñas y dientes a la vida mintiendo sobre sí mismos, ocultando sus verdaderas ideas y sentimientos, exprimiendo a fondo sus precarios recursos de inteligencia en un mundo brutal y, en general, aprovechando el estrecho margen que les ofrecen los errores de sus enemigos.
Podría haberse titulado perfectamente Choque de parias en vez de Choque de reyes, porque los reyes son, en el libro, más que nunca, elementos de la épica antigua: poderes casi sobrenaturales, caprichosos, volubles e inaccesibles, que determinan la vida de los hombres pero también sujetos al castigo de fuerzas aún más caprichosas, oscuras e inaccesibles, que en el universo de Martin no son los dioses de Esquilo, sino la magia.
Los reyes, en este libro, son vistos y descritos por personajes marginales que habitan la corte de estos monarcas, pero de prestado: aquí, la inclusión de Davos Seaworth amplía todavía más nuestra mirada como lectores, ayudándonos a comprender, a redondear, a ese personaje delineado oscuramente en el primer libro, Stannis Baratheon. La silueta de Stannis cobra cuerpo y vigor, se va deslizando ante nuestros ojos un monje-soldado, un templario cuya motivación, que es el rencor (¡el rencor del olvidado, del outsider, del desheredado!) lo arroja lentamente por la pendiente de la locura maquiavélica, pero que sin embargo todavía tiene ante sí campo vasto para desarrollar la tragedia que el autor guarda para él, sobre todo en lo que refiere a su mujer y a su hija.
De momento ya hemos conocido a una niña triste, una niña cuya alma es tan bella como fea es su apariencia exterior, y a una esposa amargada que no le ha dado un matrimonio feliz. El admirable Ser Davos también nos acerca a uno de los misterios fundamentales de este segundo libro, el que envuelve a esa religión extraña cuya sacerdotisa, la fascinante Melissandre, es capaz de aniquilar a voluntad y a distancia, invocando su poder absoluto.
La puesta en escena, también, de Theon (¡otro paria!), nos abre la puerta de otro nuevo escenario, las sombrías Islas del Hierro, con lo que Poniente, de este modo, se va ensanchando, como si fuera pequeño el paisaje que Martin desplegó ante nuestros ojos en la primera parte de su novela-río.
En el libro, vamos también a Harrenhal, el lúgubre reino de las sombras, de la mano de Arya, con quien atravesamos el cuerpo roto y muerto de la tierra devastada por una guerra, y los límites de este Poniente exuberante y variopinto parecen alejarse como los confines de la tierra para los soldados que acompañaban a Alejandro Magno en su conquista de Asia.
Nunca es aburrido porque siempre es diferente: incluso esa tierra lunar que parece sacada de Interestellar que Jon Nieve atraviesa con la Guardia de la Noche, más allá del Muro, tiene una belleza que la pluma plástica del autor logra transmitir. Ni siquiera cuando sentimos el frío, físico y psicológico, de las islas donde malviven esos vikingos siniestros cuya extraña monarquía asamblearia admite demasiadas voces de mando y a donde Theon regresa queriendo cumplir con la fábula del hijo pródigo, sin resultado, Martin se hace pesado: sus personajes, aunque estén quietos (como Bran, que está quieto porque no puede hacer otra cosa) están en un constante movimiento mental, onírico incluso, que convierte su literatura en algo dinámico, con nervio.
La fe del Señor de la Luz es una de las cuestiones más apasionantes de Choque de reyes. Martin, gran aficionado a la Historia, exhibe su músculo narrativo trasladando a su ficción fantástica la aparición del cristianismo en la península itálica de los primeros siglos de nuestra era. El Señor de la Luz es la emergencia del monoteísmo en una tierra que conoce un politeísmo viejo, encarnado por la religión de los Stark (los dioses primitivos de Roma) y un politeísmo nuevo (los dioses griegos venidos de la promiscuidad cultural con el Este de ese Mediterráneo personalísimo que Martin bautizó como Mar Angosto).
Stannis, travestido así de emperador Constantino, vence en su Puente Milvio contra su Majencio particular, su hermano Renly, gracias al poder providencial de la nueva religión oriental, hasta ahora cosa minoritaria y vista como una secta de fanáticos. Su “Bajo este signo vencerás” es el estandarte que porta la propia Melissandre: su crismón, el corazón en llamas que tanto se parece al Sagrado Corazón de Jesús tal y como nos lo describe Martin. Su sueño de victoria, en este caso, es una visión espantosa que aterra a Catelyn como la señal diabólica de un poder oscuro e incomprensible, pero real.
En Choque de reyes se contraponen claramente las débiles pero tercas habilidades humanas de la astucia, la previsión y la inteligencia, con unos poderes nigrománticos y extraordinarios que atan Canción de Hielo y Fuego al género fantástico sin que por ello resulten decisivos a la hora de enjuiciar las motivaciones de sus protagonistas.
Los dragones, el fuego valyrio y la hoz roja del Dios de la Luz son instrumentos que no poseen cualidades morales en sí mismos, cuya acción, para ser valorada, depende de quien los mueve y ejerce: por eso, a diferencia de en la Ilíada, estamos en la mente de cada uno de los personajes que nos narran los acontecimientos, y podemos inferir de primera mano cuáles son las pasiones y el cálculo que los mueven a utilizar esos poderes tan devastadores. Y qué es lo humano sino la pasión y el cálculo.
“El amor es un veneno, dulce, pero que mata”, le dice Cersei a Sansa. Es una frase como otra cualquiera de las que se pueden encontrar en el libro, en los diálogos en los que participa una mujer: el conocimiento de la psique femenina que demuestra Martin es profundo y revelador. Con Catelyn y sus sufridas reflexiones internas, logra una cumbre.
Todo lo que puede ser una mujer en un mundo tan bárbaro como el que sale de la pluma de Martin (en realidad, el mundo tal cual fue hasta la invención del Estado del Bienestar en la Europa de la postguerra mundial) está en esta narración, articulado de forma estupenda en torno a personajes con mucha fuerza. La madre, esposa y viuda abnegada cuya vida consiste en negarse a sí misma y darse a lo que los hombres quieran hacer de ella (Catelyn); la mujer tan sedienta de gloria, honor y poder como el príncipe más depravado que, por el accidente del sexo, tiene que agarrarse a su ambición poniendo siempre a otro por delante (Cersei y ese fascinante “ojalá yo también hubiera sido hombre”); la niña que aspira a la libertad total (Arya) y la niña que quiere ser una reina de cuento (Sansa).
Quizá todas esas versiones de la mujer están condensadas en Daenerys, que además representa el tipo humano de la nostalgia: no quiere ser reina pero no puede renunciar a la carga de sangre que la Historia ha puesto sobre ella, aunque renunciaría con gusto por volver a la casa con jardín, su Rosebud, donde todavía habita el ideal de su felicidad, el único tiempo de su agitada vida en la que fue querida y vivió alegre y despreocupada.
Martin, en Choque de reyes, confirma la impresión no sólo del primer libro sino lo visto en todas las temporadas de la serie de televisión, que es un amante de la mujer como tropo literario. Pues, ¿no es Tyrion, su criatura más acabada y perfecta como tragedia y como comedia, es decir como la vida, un personaje también femenino? ¿No es alguien que, como la tradición atribuye a las mujeres, lucha con las armas de la inferioridad contra un mundo terriblemente hostil, siempre en pie de guerra contra él, y que puede aplastarlo con la fuerza bruta en cualquier instante?
Choque de reyes, pues, empieza mirando al cielo, como Juego de Tronos empezaba mirando, desde lo alto de un árbol más allá del norte, cómo el infierno emergía de la tierra con los ojos azules y la cara de los muertos. Pero en lugar de continuar con el significado de ese cometa, que para nosotros es evidente (el nacimiento de los tres dragones con el que acabó Juego de Tronos) Martin nos devuelve al norte y durante el primer tercio del libro nosotros, lectores cumplimos el axioma de Hitchcock, que decía que el suspense era cuando el personaje llegaba a su casa y se sentaba tranquilamente en el sofá, bajo el que había una bomba cuya existencia le era desconocida, pero no para nosotros, que la habíamos visto.
De hecho, Daenerys, al contrario de lo que me hizo creer el primer libro de la saga, no goza de un gran protagonismo en Choque de reyes: el autor nos enseña sus visicitudes en ese otro mundo exótico y peligroso más allá del Mar Angosto, pero no se recrea, sino que sólo lo alimenta, lo ceba, como diciéndonos: ya tendréis dragones y cosas de Targaryens, no tengáis prisa. Todo lo grueso está en Poniente, aunque con la visita de Daenerys a la Casa de los Eternos uno tenga la impresión de que el intríngulis Targaryen es mucho más complejo de lo que nos enseñó la HBO.
Y en Poniente, lo mollar transcurre entre Harrenhal y Desembarco del Rey, en donde Tyrion, Sansa y Arya enhebran, sin saberlo, una trama común. Tyrion es el verdadero protagonista de Choque de reyes, el que descuella entre el coro de personajes mediante los cuales los hechos se nos presentan con la pericia de un Martin que, por ejemplo, en este libro desarrolla técnicas narrativas emparentadas con el modo arcade de los videojuegos: entramos en los lobos huargo y vemos lo que ellos ven, saboreamos la sangre de la carroña que ellos devoran; nos metemos en el cuerpo de un águila y sobrevolamos el campamento de ese misterioso desertor de la Guardia de la Noche, Mance, que igual que Stannis en Juego de Tronos, sólo se nos delinea, se nos muestra la silueta.
Las habilidades wargs y cambiapieles de Bran permiten a Martin traspasar las barreras naturales de sus personajes de carne y hueso, y en ese sentido la magia sirve, en Choque de reyes, mucho mejor al escritor que a sus personajes, porque le da una libertad absoluta para llevarnos y traernos, casi como en el cine el recurso del derribo de la cuarta pared. Por si fuera poco, el clímax del libro, la batalla del río Aguasnegras, se nos describe de forma asombrosa, recurriendo no sólo a dos ángulos del campo de batalla sino al impacto psicológico en tiempo real de la misma sobre la Fortaleza Roja y la reina Cersei, en ese memorable banquete cuya tensión desborda las páginas del libro y que vivimos con Sansa, sintiendo la misma espada de Damocles sobre nuestras cabezas.
Esa batalla (pésimamente rodada para la televisión, en la que la cadena no aparece por ninguna parte, siendo como es, tan determinante para la conclusión de la carnicería) justifica el ritmo sostenido de la acción a lo largo del libro, al que le falta el nervio del primero, el nervio bélico y sangriento, pero que acelera cada vez que Tyrion nos abre su mente a lo largo de los días en que planea la defensa imposible de Desembarco del Rey a la vez que la supervivencia y el bienestar, igualmente imposible, de sí mismo y de su amada prostituta.
Tyrion exhibe un conocimiento de la naturaleza humana digno de Balzac. Su duelo con Varys eleva la literatura de Martin, a lo que se añade un Meñique todavía menor pero cuya estrella se puede ver ascender a través de las maniobras que consiguen salvar finalmente Desembarco del rey del ataque de Stannis. Desembarco del Rey presenta un aspecto que recuerda a cómo Tucídides describe Atenas en la Guerra del Peloponeso, asediada, presa de la peste, hasta los topes de campesinos empujados intramuros por la guerra: Martin conoce la literatura y se mueve por los clásicos con la soltura de un maestro.
Es lo que le hace trascender las fronteras del género fantástico, lo que lo convierte en verdaderamente universal. Su mirada abarca hasta el mito de Hesíodo: hay mucho de Teogonía en la generación de leyendas como la de la fundación de Bastión de Tormentas y el rapto, por parte de Durran, de una hija de los dioses.
Con la presentación de Ygritte el mecanismo de la ampliación del marco mental del lector alcanza el finis mundi del norte total, del norte más allá del norte, que es un personaje en sí mismo como podemos comprobar con la bella recreación de los riscos helados, de los desfiladeros, de los potentes paisajes devastados del desierto blanco por el que atraviesa la expedición negra de los cuervos. Ese mapa mental y emocional, ese personaje en abstracto, ese norte se nos echa encima y lo sentimos a flor de piel, lo sentimos salirse de las páginas y enfriarnos las manos mientras leemos.
En Choque de reyes Martin, en fin, funde con gran mérito su erudición historiográfica con su bagaje literario: el resultado es una plastilina que entre sus dedos de soberbio escritor va tomando la forma de una gran historia que, como las puertas del conocimiento, se multiplica cada vez que uno abre una de sus puertas.