Finalizan las Review de un No Lector de la temporada. Obra del amigo Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano, autor de Hombres Armados y La hora azul. Fan de Juego de Tronos, no había leído Canción de hielo y fuego (ya lo hizo) pero ahora no ha leído Fuego y Sangre. Así que su punto de vista y su calidad de análisis han sido imprescindibles para hablar de la serie.

La Casa del Dragón 2×08 – La mujer que debía reinar

Por Antonio Valderrama, Fantantonio

La segunda temporada de La Casa del Dragón ha llegado a su final con una inevitable sensación de decepción pues su season finale ha resultado ser un capítulo más de vísperas en donde, realmente, no se ha concluido nada. Y, la verdad, después de siete episodios en los que se ha ido cebando el desenlace muy poquito a poco, como dicen los capataces de los pasos de las cofradías de Semana Santa de Sevilla, esperábamos que éste llegase al final. No ha sido así.

Hay algo aquí que recuerda a las últimas temporadas de Juego de Tronos: cuando la trama alcanza un punto aparente de no retorno, los showrunners dan una patada al balón y, de nuevo, se nos emplaza a los espectadores a seguir adelante buscando con avidez que pase algo definitivo. No es una buena señal. Recuerda al fenómeno que destrozó Lost, la primera gran serie de culto y de masas.

Estas cosas pueden producir cansancio y hay que recordar que el público al que se dirige La Casa del Dragón es muy amplio, no de nicho, esta serie está hecha para que la vea mucha más gente y no sólo los fans incondicionales de los libros de Canción de Hielo y Fuego. El mercado de series es, hoy día, hipercompetitivo.

Hay un millón de plataformas y todo está saturado de productos pensados para atrapar al mismo target. La altura literaria de lo escrito por George R. R. Martin merece un tratamiento mejor. No he leído Fuego y sangre pero sí la saga principal y tengo que decir que es una literatura de primera categoría.

Si la HBO decide estirar el chicle para explotar hasta el final la gallina de los huevos de oro podría equivocarse, creo yo. Hasta el séptimo episodio mi valoración de esta segunda temporada era positiva, pero la conclusión, como el bel morir, tutta la vita onora. O no. Y en este caso he sentido defraudadas mis expectativas.

El episodio, en sí mismo, no fue malo, al contrario. La pega es que, en mi opinión modesta de aporreador de teclas metido a crítico, no era un finale sino más bien un penúltimo capítulo. Consideré que la lentitud y paciencia con que se presentaba el in crescendo prebélico estaba justificado si al final la cosa explotaba, pero si se analiza con vista panorámica el transcurso de los ocho episodios, estamos prácticamente donde nos quedamos cuando Vhagar se comió al Lucerys.

Lo mejor de La mujer que debía reinar fueron algunos diálogos de profundidad filosófica, complejos y cargados de sabiduría antigua, además, naturalmente, de la visión de Daemon, una prolepsis interesante aunque tramposilla con la que la serie salva y excusa todo el tiempo desaprovechado por este personaje en Harrenhal alejado de su esposa y reina. No deja de ser un truco para excusar sus devaneos pues el camino hacia el que lo dirigían sus aspiraciones reales no era otro que el enfrentamiento directo con Rhaenyra.

Se estuvo amagando con esto demasiado tiempo. Como nos conocen, saben que nos encantan las referencias a los Caminantes blancos, al invierno apocalíptico, al sueño de Aegon el Conquistador, a Daenerys y sus dragoncillos. Pero es un recurso algo burdo.

Lo mejor de toda esta divagación tangencial de la subtrama de Daemon han sido sus encuentros oníricos con Viserys. Para mí, de largo, el rey Viserys es el mejor personaje de La Casa del Dragón, un hombre bueno, débil y sabio que representa a la perfección el espíritu de esta serie, la personificación de cómo el poder destruye a quien lo tiene.

La salida del escenario de la reina madre Alicent también fue un anticlímax. Aunque parecía abocada a un suicidio poético o a alguna clase de acción heroica redentora, al final se comporta como una madre que quiere salvar a un hijo apelando al vínculo emocional que la unió con la vieja amiga en el pasado. Es un diálogo que no carece de interés pero que también sugiere la pregunta de si no podía haber sucedido algunos episodios antes.

En este sentido es Ser Larys Strong el que actúa tal y como todo lo que habíamos visto de él a lo largo de la serie nos decía que lo haría. Sabe que a falta del enfrentamiento entre la Luftwaffe de Aemond y la RAF de Rhaenyra, en Desembarco del Rey todo el pescado está vendido. Por lo tanto, su carta ganadora es de futuro y se llama Aegon.

La esperanza reside en el este. Su huida a Essos evoca el comienzo de Juego de Tronos y la presencia en el exótico y desmesurado mundo de más allá de Poniente de los hermanos Viserys y Daenerys.

Que haya un rey sin tierra vagando por aquellas latitudes también conecta la historia con la multiplicidad de capas y tramas de los libros de Martin, en los que no paraban de aparecer pretendientes al trono, reales o figurados, Targaryens de leyenda perdidos o no, que desbordaban la imaginación del lector y complicaban el enorme nudo de la trama de la Canción de Hielo y Fuego. Aunque sabemos por su boca que Aegon Targa ryen no puede ya reproducirse, ¿qué deparará el futuro al respecto de su persona?

Desde luego, desde que es un tullido resulta mucho más interesante como personaje. En esto, La Casa del Dragón, como antes Juego de Tronos, sigue sin tener rival como narración: los personajes se vuelven más profundos y humanos, complejos y próximos, con las tragedias.

Ser Criston Cole habla, en un memorable monólogo, como un personaje de Sófocles o de Esquilo lo haría en alguna de las grandes tragedias clásicas del teatro ateniense. Por fin, desde que presenció aquel western draconiano que se pareció a lo que debió ser el bombardeo de Dresde, Cole ha encontrado una coherencia como personaje, un abandono nihilista que recuerda al del Perro de Juego de Tronos y que, como en el caso del rey Aegon, refuerza su interés como criatura desamparada en un universo caótico sometida a fuerzas crueles y absolutas.

En un paisaje desolador, de festín de cuervos, Cole sólo tiene, en efecto, su espada: esa es su certeza alatristesca, la única verdad a la que puede aferrarse. Su personaje, a estas alturas, encarna la indefensión humana, la escala microscópica de los desheredados de los Siete Reinos y su microbiótica influencia en los acontecimientos.  Una situación que encuentra un contrapunto en los nadie elevados por la suerte a la condición de caballeros en tanto que jinetes de dragones.

A medida que la fuerza devastadora de los dragones se ha hecho más presente en la historia, ha surgido un debate filosófico un tanto anacrónico, demasiado moderno para el tiempo “histórico” de esta serie, que tiene como objeto la legitimidad de la violencia. Quién va a pagar “el precio del poder” es una cosa como digo muy moderna que convierte a Rhaenyra en otro tipo de gobernante.

El choque de su cosmovisión integradora, por llamarlo de alguna manera, y democratizante, con la aristocrática de sus hijos y paladines del Consejo, encauza de algún modo las líneas de tensión de la temporada que viene, que debe empezar, no obstante, con grandes batallas y una resolución pronta de la cuestión dinástica. Otra cosa sería una tomadura de pelo.

Por ahí van los tiros con Tyland Lannister y su aventura reclutando piratas en el este. Por primera vez a este personaje dubitativo y vacilante se le da un lugar principal en la historia, se lo prepara para lo que viene, quizá el desarrollo de las ambiciones Lannister en un escenario post-bélico.

En todo caso, para terminar este comentario me gustaría aludir a dos inconcreciones muy frustrantes. Una tiene que ver particularmente con esta serie. Me refiero a toda la subtrama de los bastardos de Corlys Velarion, mal planteada desde el principio, mal explicada y peor desarrollada. Sólo al final vamos conociendo algo de la historia de estos dos navegantes bastardos.

Creo que ha sido una baza mal aprovechada a lo largo de una temporada que se ha visto, con este último episodio, que es de transición. Esto sólo ha redundado en una planicie tremenda del personaje de la Mano de Rhaenyra, cuyo drama interno y conyugal (¿qué pasó para que le pusiera los cuernos a una mujer de la que estaba profundamente enamorada? ¿por qué no se nos explican más cosas?) ha estallado de buenas a primeras sin que sepamos muy bien por qué.

La otra inconcreción también implica a la serie madre Juego de Tronos. Se trata de los Caminantes blancos. La amenaza del Invierno como Muerte y Apocalipsis total actuó como motor de las siete temporadas de Juego de Tronos, y en los mismos libros sirve para que todo fluya hacia una dirección que sólo podemos intuir.

En La Casa del Dragón ha sido un recurso no más que puntual para desatascar algunas situaciones de estancamiento. Eso es lo irritante. Se supone que el combate metafísico contra ese Invierno con mayúsculas es lo que da sentido y trascendencia a la vida de unos cuantos personajes, que están en el mundo para algo más que para pelearse por un trono y unos castillos.

Sin embargo, nunca pasan de ahí: de enseñarnos, en visiones confusas, en referencias ambiguas, un mal que es El Mal pero que no sabemos ni de dónde viene, ni por qué retorna cíclicamente. Sólo que es algo “más antiguo que los hombres”, y nada más.