Llega la Review de un No Lector de esta semana. Obra del amigo Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano, autor de Hombres Armados y La hora azul. Fan de Juego de Tronos, no había leído Canción de hielo y fuego (ya lo hizo) pero ahora no ha leído Fuego y Sangre. Así que su punto de vista y su calidad de análisis resulta imprescindible para hablar del mejor episodio de La Casa del Dragón.

La Casa del Dragón 2×04– El dragón rojo y el dorado

Por Antonio Valderrama, Fantantonio

Y Aemond dijo aquí estoy yo. El cuarto episodio de la segunda temporada de La Casa del Dragón, en español traducido como El dragón rojo y el dorado, me pareció, sencillamente, el mejor capítulo de todo lo que llevamos de serie y uno de los cinco mejores de toda la saga de la Canción de Hielo y Fuego que ha sido llevada a la televisión.

La explosión final, en una secuencia de acción sublime, estuvo precedida por cuarenta minutos largos de un ritmo narrativo prodigioso que fue configurando una última parte decisiva que le da el primer y poderoso giro a la historia, un turning point tremendo que aclara de un plumazo (o mejor dicho, de un fogonazo) la trama de Desembarco del Rey al tiempo que simplifica bastante la guerra civil Targaryen.

Tras un segundo episodio flojo, este cuarto capítulo confirma el in crescendo de la temporada y dibuja el panorama de lo que queda, que es por lo demás bastante excitante.  

Aunque yo siempre he sostenido que esta serie va de todo menos de dragones, su principal atractivo visual, por decirlo de alguna manera, está claro que son ellos. El dragón es una criatura fascinante que ha estimulado la imaginación de los hombres desde la noche de los tiempos.

En La Casa del Dragón actúan como figura alegórica de la siniestra e incontrolable capacidad destructiva del Poder, pero también son la base del control que ejercen los Targaryen sobre todos los demás miembros y casas de los siete reinos.  Son lo que los caballos y las armas de fuego a los españoles que descubrieron y conquistaron América, multiplicado por siete veces siete.

En este capítulo, que pensábamos iba a tener un nombre mucho más evocador, danza de dragones, como el último, hasta ahora, y enrevesado libro de la saga que ha publicado George R. R. Martin, los dragones en efecto danzan; por primera vez son protagonistas apabullantes del relato y la devastación que pueden causar se conjuga con la impresionante belleza estética de los combates entre ellos, convertidos, dada la magnitud de estas bestias, en poéticos duelos individuales al más puro estilo de la literatura caballeresca medieval.  


El episodio comienza de nuevo en el ambiente perturbador de Harrenhal. Toda esta parte parece rodada por el mismísimo David Lynch pues la confusión entre la realidad que percibe Daemon y lo onírico es total. Está perfectamente lograda, el espectador se sumerge en el delirio en el que permanece atrapado Daemon, que ve representados ante sus ojos sus más íntimos deseos y miedos abyectos: ser rey a costa de la mujer a la que ama, morir a manos de un sobrino que parece su propio alter ego.

Harrenhal es un lugar de pesadilla en el que Daemon es un amo equívoco, servido por gente que le teme y detesta y en una situación ambigua pues controla un enclave geopolítico vital que de repente no vale nada, como si el sórdido megapalacio en ruinas fuera un símbolo de su vida. Es un descenso a los infiernos del que sólo puede salir, intuyo, para enfrentarse con Aemond en un choque de dragones colosales, en el que ambos mueran y con ello despejen el camino definitivamente a Rhaenyra, pero eso seguro que va a tardar.  

Es en Desembarco del Rey donde se desentraña el nudo de este episodio. Comienza con un maravilloso frame en el que a Alicent se le cae un dragón de mármol de las manos y se rompe. La sensibilidad icónica de ese serie es una maravilla porque a menudo se nos anticipa lo que va a pasar con sutiles juegos de imágenes que son puro cine.

Alicent, que es un espejo de Cersei, está ella misma al borde de romperse, y en cuanto se consuma el golpe palaciego en el Consejo, se enfrenta directamente a su hijo. Que, en el fondo, es un ser desgraciado y desvalido, un Joffrey sin gracia al que en una escena violentísima despojan de toda autoridad entre Larys y sobre todo su hermano Aemond, que ponen de manifiesto su enojosa inutilidad.

Entre los tres, porque en el pastel también está Ser Criston Cole, peón tongo y necesario de los otros dos, toman el mando de la situación y ponen en marcha la maquinaria de la guerra destruyendo así el precario equilibrio en el que todo se mantenía cuando mandaba Otto Hightower. Es la hora, no obstante, de los hombres jóvenes, y cuando esa hora suena en la Historia suelen ocurrir tragedias. 

Alicent, cautiva definitivamente en su propia corte, toma una dimensión de mujer de tragedia griega. Conoce a sus hijos y sabe quién es el fuerte y quién es el débil. Conoce a su padre, a su amante y a su antigua amiga. Sobre todo, se conoce a sí misma y sabe que en gran medida su drama es culpa en exclusiva suya.

Ella tiene la capacidad de cambiarlo todo de un dragón como Vhagar y ahora, aislada y a merced de hijos asesinos y de oscuras eminencias grises como Ser Larys, quien la desea de forma retorcida en lo más profundo de su tenebroso ser, es una bomba de relojería cargada además con la certeza de que la verdadera legitimidad dinástica reside en Rhaenyra y no en su podrido linaje.  

Toda la secuencia del ataque al castillo en apariencia secundario que guarda por tierra las espaldas de Rocadragón es una obra maestra del montaje. En cierto modo se podría pensar, escuchando a Rhaenyra contarle a su heredero la Canción de Hielo y Fuego mientras Aemond permanece camuflado sobre su increíble monstruo en mitad de un valle, que el Mal al que alude la vieja historia del sueño de Aegon el Conquistador desenterrada por la pasión bibliófila del rey Viserys, está ya entre los hombres.

Que no vendrá ese invierno desde detrás de ningún muro sino que habita en el corazón de unos, a los que otros, de buena voluntad, deben combatir con el fuego no de los dragones sino de sus corazones propios. El caso es que aquello termina pareciendo el bombardeo de Dresde y las escenas de holocausto entre las tropas asaltantes achicharradas recuerdan a los campos franceses y belgas calcinados por la artillería y los gases de la Primera Guerra Mundial.  

La despedida de Rhaenys Targaryen, uno de esos individuos de buen corazón que guardan el fuerte De los Santos y de los inocentes, es una maravilla fordiana a la altura de un personaje de posibilidades poco explotadas a lo largo de la serie: una auténtica mujer libre y fuerte que asume voluntariamente el sacrifico a cambio de proteger, de una manera muy masculina, a los suyos, y que se da el lujo de un última y gloriosa cabalgata por los aires con su leal y buen corcel.  

Tras la humillación de un par de episodios atrás parecía claro que el momento de Aemond iba a llegar y que iba a suponer la liquidación de su hermano, un rey de opereta al que a la postre sostenía su abuelo. Entre Aemond y Larys urdieron un plan para ejercer el poder de facto apoyándose en la fiereza estulta y corta de miras del matón del rey, el capa blanca Cole, cuyo ascenso comenzó no lo olvidemos por capricho de Alicent.

Por lo que volvemos a la idea, que es muy fuerte en toda esta serie, de que toda acción tiene su reacción y todo pecado, su penitencia. El de Alicent es mucho más que un aborto físico, es el fruto muerto de toda una vida dedicada a la ambición. El panorama que queda es a priori peor para Rhaenyra, en lo numérico, pero mejor en todo lo demás. La corte de La Capital, sin rey, con un nido de víboras al mando, es un sindiós.

Sin embargo en Rocadragón la reina absoluta recibe verdades francas e incómodas de sus vasallos dichas a la cara y con libertad. Hay organización y liderazgo, no intriga y terror. A largo plazo la monarquía moderna y organizada al estilo de un Estado tiene las de ganar, aunque hay que confesar que la bacanal de sangre y oscuridad de la fortaleza roja es mucho más divertida.