
Este año, como en la sexta temporada y en la séptima, vuelve a ocuparse de las Reviews de No Lectores de Juego de Tronos en Los Siete Reinos el genial Antonio Valderrama, o lo que es lo mismo, @fantantonio. Es un periodista y escritor gaditano autor del sensacional Hombres Armados, fan de la serie y que no ha leído Canción de hielo y fuego – aunque quizás lo haga cuando termine Juego de Tronos. Su punto de vista y su calidad de análisis resulta muy refrescante para los lectores que vemos la producción con otros ojos.
Juego de Tronos 8×01 – Invernalia
Por Antonio Valderrama
Vuelve Juego de Tronos y se quema Notre-Dame de París. A veces el azar es juguetón porque además de ser el Día Mundial del Arte el fuego también es importante en este principio del final de la serie que nos ha traído hasta aquí a todos, lectores de Canción de Hielo y Fuego y como yo, por ejemplo, tan sólo televidentes de la serie. Los símbolos son muy importantes, juegan un papel fundamental en el modo en que concebimos el mundo, en el modo en que nos imaginamos a nosotros mismos. Se puede decir que el primer capítulo de la temporada definitiva de Juego de Tronos se salvó por lo simbólico. No es poco, pero uno esperaba más.
Ciertamente lo mejor del capítulo fue una mirada, la que se cruzaron Jon Nieve y uno de los dragones. Una mirada premonitoria, una mirada que ardía, una mirada que era un spoiler: el reconocimiento mutuo entre dos dragones, entre dos Targaryen, aunque ahí, entonces, todavía, sólo uno, el bicho, lo sabía.
El otro, el humano, lo iba a saber después. Pero no conviene adelantarse.
Empezó el capítulo y fue agradable comprobar que Snow y la Madre de Dragones han aprendido la lección que castigó con dureza primero a Napoleón y luego a Hitler: si vas a atacar Rusia es mejor equipar a tus muchachos con ropa de invierno. Invernalia es una Siberia con arquitectura medieval inglesa e Inmaculados y dothrakis entraron en ella envueltos en trapos causando pavor, espanto y recelo a los lugareños, que son “tercos como mulas” en palabras de Ser Davos. El Norte estaba ahora nominalmente bajo corona Targaryen y esas ordenadísimas e infinitas hordas militares sureñas que entraban por las puertas como serpientes deslizándose sobre la nieve a las que no se les adivinaba el final eran la plasmación evidente, material, del nuevo estado de las cosas.
El capítulo, como todos los primeros capítulos de cada temporada pero éste quizá en mayor medida dada la necesidad argumental de comprimir el desenlace en seis episodios, fue sencillamente un poner sobre el tablero las piezas, cada una en su sitio. Una pieza importante es la de la alianza interdinástica contra el Rey de la Noche, es decir, su fragilidad, evidente desde la primera mirada entre Sansa y Daenerys. Esa sombra se arrojó sobre todos los reencuentros que se dieron dentro de las murallas de Invernalia, bañándolas en agua fría. Jon y sus hermanastros, Arya, el Perro y Podrick…
La gran paradoja de este capítulo insulso (se cumplió el viejo refrán, tarde de expectación, tarde de decepción, lo bueno para HBO es que tras año y medio largo esperando y casi diez de serie ya uno traga con lo que le echen) es que el reencuentro más caluroso y celebrado, también la alianza más fraternalmente amistosa y bien fraguada, es la de los dos a priori enemigos más encarnizados de todos los que ahora se ven obligados por las circunstancias a pelear juntos contra los Caminantes Blancos: salvajes y guardias de la noche se estrechan en un abrazo hermoso en mitad de la oscuridad, hombres todos solitarios y valientes que tanteaban a oscuras esperando una muerte horrenda detrás de cada esquina y que sin embargo celebran encontrarse cara a cara con quienes durante siglos fueron sus peores enemigos.
Lo peor de este episodio sin lugar a dudas es la frialdad. Una máscara de hielo, una distancia extraña que uno no se espera, enfrío todos los muy esperados encuentros y también la gran revelación quizá de la serie. Una serie de momentos que habían ido cultivándose a lo largo de siete temporadas con más o menos inteligencia, cuidado y mimo, que habían ido labrándose por así decirlo, son desanudados de golpe y porrazo por unos actores que no se lo creen. Ese es el drama, o sea, la ausencia del mismo: los actores no son creíbles, sus emociones no lo parecen, están despachando un expediente.
Lady Stark, Sansa, mira con envidia el vuelo fabuloso de los dragones. Ella es la única que conserva la adultez en la mirada, ganada a base de desgracias y atropellos personales en las últimas temporadas. Ella es la que deja ridículamente en evidencia al antaño pequeño Napoleón Lannister, Tyrion, hoy reducido a un Epicuro sin gracia (es una tragedia la involución de este personaje tan fascinante).
¿Cómo esperaban los escritores de esta serie, los showrunners, que nos creyéramos que Cersei se avendría a jugar como una más en la gran liga de reyes extraordinarios contra el malo muy malo malísimo que viene desde más allá del Muro? Sansa no se lo cree y este es el mejor rasgo de coherencia argumental del capítulo: Sansa ha sufrido en carne propia el poder y la vileza de Cersei y es la única, al parecer, que en medio de este extraño ambiente de épica apagada o anticlimática que rodea la concentración militar en Invernalia es capaz de olerse la tostada que está preparando la vieja leona en Desembarco del Rey.
Porque parece claro que Cersei tiene un plan. Un poco como Stalin, que se unió a EEUU y Gran Bretaña en la lucha contra Hitler y por detrás ya preparaba zamparse de un bocado media Europa, o lo que pudiera. “Los muertos han cruzado el Muro”, le susurra su viscosa Mano, y ella responde, “bien”. Más claro, el agua.
Cersei emprendió una huida diabólica hacia adelante cuando hizo saltar por los aires a todos sus enemigos y se enrrocó en el trono declarándole la guerra al mundo, es necesario que termine igual y honestamente por aquí se abre una espita interesante de cara al desenlace puesto que Cersei, en este plan, no se puede descartar que pacte ni con el mismo diablo. Es decir, ni con el Rey de la Noche: uno tiene la impresión de que a estas alturas sólo quiere ver el mundo arder, abandonada por el amor de su vida en el momento culminante en que su sed de poder, su pérfida voluntad de dominar, alcanzó la cumbre, despojada de lazos y de lastres familiares y traicionada por Jaime en el cénit de su ira vengativa.
Ese plan lo empieza a intuir su Mano viendo la Flota de Hierro fondeada frente a la capital. Cabe preguntarse en qué momento se materializará el movimiento de quinta columna de Cersei, si irá atrapando señoríos y reinos indefensos por mor de la gran batalla en el Norte. Cabe preguntarse en qué momento se dará esa gran batalla aunque la deriva previsible y reducida que está tomando la serie induce a pensar que habrá un primer encuentro trágicamente desfavorable a los buenos y luego una especie de match-ball final, apocalíptico, hollywoodiense, en fin, la batalla entre dragones zombis y dragones buenos que todos estamos esperando en el fondo, no hay por qué esconderse.
La familia es por así decirlo el gran tema del capítulo, articulado en torno a los reencuentros. Algunos son golpes de efecto demasiado artificiales, se le ve el cartón exageradamente al rescate Greyjoy: ¿cómo se acercan siquiera tres barcos de ese calibre a una flota inmensa y muy poderosa, se esquiva la vigilancia, se marchan de la misma Desembarco del Rey sin que nadie se entere? ¿qué tipo de comando es el de Theon? ¿de dónde sale todo esto? Por menos descuidos en la vigilancia de una flota empezó la primera Guerra Médica.
No sé, se ve muy forzado un movimiento que por arte de magia deja a una Greyjoy buena en las islas del Hierro, es decir cerrándole la posible vía de escape al Greyjoy malo, y a Theon libre para volver a Invernalia a completar el cuadro familiar con el que empezó todo, allá por la primera temporada. Los hermanos y los hermanastros unidos un poco así y un poco asá antes del gran combate contra el mal, etcétera. Quizá un encaje de piezas de este tipo habría quedado mejor mediante una elipsis elegante, pero entiendo que el público de la serie es tan universal y masivo y sobre todo, el tiempo de metraje tan reducido (para todo lo que queda por contar) que se hace precisa la brocha gorda.
En todo caso, desentona.
Lo mejor de la serie desde el principio fueron los personajes outsiders, los freelance en el sentido antiguo de la palabra, los mercenarios amorales que en resumidas cuentas sólo pelean para sí mismos y nada más: Varys, ser Davos, Bronn, Tyrion, el Perro, los bandoleros inmortales capitaneados por ese estupendo y cínico Solid Snake, los salvajes de Tormund con los que rastrea las ruinas devastadas del Muro y las posiciones adelantadas de la Guardia de la Noche a puro huevo, etcétera.
Por ejemplo Bronn es un agente libre con margen de sobra para alterar las previsibles líneas maestras sobre las que parece que van a construirse los últimos capítulos. Cersei, que se mueve en un alambre muy fino (sobre todo con Euron; este Euron es tan chulo y tan malencarado que uno no puede evitar ver cada escena en la que sale en pantalla con la sensación de que lo van a mandar colgar del palo más alto de Desembarco del Rey en cualquier momento) lo manda de sicario a Invernalia a que se cargue a Tyrion y Jaime, es decir, sus viejos compadres.
Con cada uno de los dos hermanos Lannister tiene Bronn una historia, una divertida vinculación hecha de lealtad sui géneris y de batallas libradas codo con codo. Bronn, como el resto de los personajes no alineados que he mencionado, sólo mira para sí mismo y es un auténtico cabronazo capaz de matar a su madre y vender a su abuela por una bolsa llena de monedas de oro. Pero todos sabemos que este tipo de personajes son, en realidad, los que de verdad (los únicos, mucho más que los idealistas y por supuesto que cualquiera de las figuras de poder de la serie) conservan una fe inquebrantable a un código. Así que Cersei, quizá, acaba de poner una bomba que quizá le estalle bajo sus pies en el momento menos pensado.
El cónclave de Varys y ser Davos puede salvar al personaje de Tyrion, darle un último sentido, una coherencia final a modo de intrigante necesario entre las bambalinas de Invernalia, sobre todo tras la gran revelación que Snow conoce rápido, apresuradamente y mal, por boca de Sam, al que también abruptamente le revela Daenerys que, en fin, pasó a su padre y a su hermano por la parrilla.
Nieve conoce por fin su nombre y su verdadera condición y a partir de ahora se elucidará la gran cuestión: ¿podrá el amor, expresado rotundamente en ese paseíto tan agradable a lomos de los dragones por la Siberia zombi, vencer al deseo de poder de Daenerys, larvado y labrado generosamente durante siete temporadas? Quizá, viviendo como vivimos en unos tiempos de nuevo feminismo beligerante, los creadores de la serie hayan optado por una solución de compromiso: una diarquía espartana en la que Jon, es decir Aegon (tiene nombre de aire acondicionado, vaya una cosa con menos grandeur) y Daenerys, sobrino y tía (la relación incestuosa va a pasar un poco por debajo de la gran cuestión dinástica, seguro, pero aquí queda anotada) posiblemente acaben compartiendo trono hasta que uno de los dos la palme (a lo mejor en la primera batalla contra los malos que antes mencionaba).
En todo caso se irá viendo, como también las consecuencias del reencuentro más misterioso y, curiosamente, el mejor llevado de todos por los artífices de la serie: el de Jaime con Bran, convertido ya en una Casandra cuyo reino no es de este mundo, que no reconoce ni a hermanos ni primos, que no tiene raíces en la existencia de los humanos de carne y hueso, por lo tanto, ¿albergará rencor y ganas de vengarse, sentimientos tan humanos por otra parte?
Todo se irá viendo, desde luego.