Hoy es el último día de este mes de abril que en Los Siete Reinos hemos dedicado al #AniversarioDeHierro, celebrando una década desde el estreno del primer capítulo de Juego de Tronos. Y por ello vamos a cerrar el especial con dos geniales artículos. El primero es obra de nuestra amiga Mar Pérez y en él se reflejan todas las emociones vividas estos años y cómo fue una serie que nos conectó tanto.

 

Empiezo este texto con una confesión. Me pasé tres temporadas y nueve episodios esperando pacientemente a que Robb tuviera a bien de romper su palabra a Walder Frey (¡Que no, Robb, que no estaba el cotarro para que te enamorases!). Veintinueve episodios para sentarme a ver cómo el mundo reaccionaba a la Boda Roja, el acontecimiento del año.

Ese momento en la historia de la televisión en que la humanidad, o al menos la humanidad con HBO, lanzó un grito sofocado y se tapó la cara. Asistió horrorizada al mejor baño de sangre televisado desde que Carrie subiera a recoger su premio de reina del baile.

La Boda Roja es dramática hasta el exceso, sangrienta, cruel y visceral. Tiene todo lo que le pedía a los guionistas y un poco más. Es una gran escena que nos puso la piel de gallina a coro a todos los espectadores, y es que si algo tiene Juego de Tronos es la capacidad de conectarnos a todos en un grito, un suspiro o un insulto bien dirigido (a Joffrey).

Bolton en la boda roja

“Las cosas que hago por amor.” Jaime nos dejó a cuadros cuando empujó a Bran torre abajo. ¡Zas!, fin del primer episodio y todos con cara de tontos.

“Traedme su cabeza.”  Joffrey condenó a Ned, y la única que flipó más que nosotros fue Cersei. Que mala es la endogamia.

“Se ahoga!”.  Dónde la Boda Roja nos unió en el horror, la muerte de Joffrey nos pilló descorchando el cava y sacando los gorros de la verbena pasada.

“Hace una semana que no das de comer a los perros.” Aplaudimos con las orejas a Sansa y al perrete que se comió a Ramsay Bolton. Entrañable el mastín lamiéndole la cara a Iwan Rheon.

Y en esta conexión, en este saltar del sofá en sincronía o gritarle a la tele a coro, está lo que para mí separa las series buenas, que hay muchas, de las geniales.

No digo que Juego de Tronos sea una serie perfecta. Tiene personajes mejor y peor construidos, inconsistencias, algunas escenas que sobraban y otras que levantaron debates muy necesarios (como la indignación por la escena de Lord Loras afeitando a Renly, o la innecesaria violación de Sansa). No es una serie perfecta, pero sí que es genial.

Es genial porque cuando terminaba el episodio nos lanzábamos a explicar qué nos había gustado, qué no, qué significaba el último giro inesperado, o quien teníamos clarísimo que iba a morir en breve (DEP Rickon). Y es que Juego de Tronos nunca fue una serie que se quedara en la pantalla. Se colaba en nuestros Whats App, en los cafés de la oficina, en las cenas familiares, hasta en la cola del pan si no ibas con cuidado.

Fue una serie compartida de pantalla en pantalla, de mensaje en mensaje, y de insulto a Joffrey en insulto a Joffrey. La vivimos durante ocho temporadas. Y dentro de diez años, para cuando podamos volver a tomar cervezas en una terraza, seguiremos comentando indignados (o no) cómo Robb tenía que haber sabido que era una trampa. ¡Es que a quién se le ocurre Robb! ¡Qué tenias una misión y era casarte con una Frey!