Llega la Review de un No Lector de esta semana. Obra del amigo Antonio Valderrama, periodista y escritor gaditano, autor de Hombres Armados y La hora azul. Fan de Juego de Tronos, no había leído Canción de hielo y fuego (ya lo hizo) pero ahora no ha leído Fuego y Sangre. Así que su punto de vista y su calidad de análisis resulta imprescindible para hablar de la serie.

La Casa del Dragón 2×06 – El populacho

Por Antonio Valderrama, Fantantonio

Como se venía presumiendo desde el primer episodio de esta segunda temporada, la plebe, la canaille, el vulgo o, como han elegido para titular el capítulo, el populacho de la capital, Desembarco del Rey, iba a tener su papel en el desenlace de la trama de La Casa del Dragón. Y en efecto, aunque pueda parecerlo, no es un papel menor. La plebe no es un ejército ni tampoco señores feudales con dragones. Sin embargo, el pueblo llano, doliente, anónimo, es una fuerza viva sobre todo tratándose de una ciudad bajo asedio.

La jugada de Rhaenyra, según el consejo de la enigmática Mysaria, es de alta estrategia política y abunda en la brecha abierta por el vacío de poder en el corazón de su enemigo: Aemond es un excelente capitán, un sádico listo y feroz, un César Borgia, para entendernos, pero como gobernante está demostrando ser tan negligente como su hermano.

Y ya es decir. Pues el punto más importante de El populacho, lo de más jugo de cara al final de esta temporada, es precisamente el serio desplante que Aemond, con estúpida soberbia, le hace a Ser Larys Strong. Puede que este sea el factor diferencial que a la larga hará ganar la guerra a Rhaenyra, o perderla a los hijos de Alicent, lo que viene a ser, en realidad, lo mismo.

Ser Larys Strong es el personaje más inteligente y peligroso de toda la serie. Esta terrible eminencia gris tiene tanto dinero como rencor y, además, una capacidad agudísima de calar a la gente y de hacerse cargo de sus miedos, debilidades y flaquezas.

Es el intrigante perfecto, de un maquiavelismo implacable, una mezcla entre Fouché y Talleyrand que, ahora, por mor de la miopía de Aemond no sólo al negarle el título de Mano sino (y sobre todo) al insultarlo en el Consejo, tiene un motivo de peso para poner su inconmensurable capacidad de influencia en la balanza de la legítima heredera Targaryen.

Aemond era un personaje velado, hasta ahora, por algo de misterio. Sabíamos de sus vengativas motivaciones y de su formidable condición de guerrero, de su crueldad, de su ambición desmedida…pero, al menos yo, creía que era algo más inteligente de lo que se está mostrando una vez que tiene el poder en sus manos.

Cabalga el dragón más grande y poderoso de todos, pero su posición en la corte tiene los pies de barro y en este punto de la historia se asienta sobre el miedo que provoca en un aturdido y acobardado Ser Criston Cole y en la conveniencia (amedrentada también) de los Lannister. Pero, mirando la big picture, está solo.

Más sólo aún que su modelo de conducta principesca, Ser Daemon, quien a pesar de seguir dando vueltas en círculos alrededor de Harrenhal, sumergido en ensoñaciones dantescas que no paran de sacar a flote sus más íntimos remordimientos y fantasmas, parece haber encontrado una salida en la inopinada alianza de la sibila Ríos.

En el otro lado del tablero, la política fabiana de contemporización y negociación de Rhaenrya ha alcanzado un definitivo punto muerto, sólo agitado por su certera maniobra de persuasión popular en Desembarco del Rey. Pero los indicios apuntan a un desatasco muy próximo y, está claro que al contar con sólo ocho episodios esta segunda temporada de La Casa del Dragón, el de la semana que viene, que es el penúltimo, puede ser, teniendo en cuenta esta tradición televisiva, en el que se rompa la baraja.

En ese sentido se puede interpretar la eclosión de esa extraña subtrama que tiene como protagonista a La Serpiente Velaryon y sus hijos bastardos. La Mano de Rhaenyra se ha mostrado a lo largo de estos seis capítulos como un personaje bastante plano, lleno de escenas aburridas y silenciosas y hecho de contemplaciones meditabundas del horizonte que, en mi opinión, no conducían a ninguna parte.

El sacrificio (o inmolación) de su mujer y el descubrimiento de que uno de sus retoños putativos puede montar un dragón – más bien el bicho lo elige a él, dragón por dragón en este caso y, de un plumazo, resuelta favorablemente la intuición de Rhaenyra y su hijo al buscar nuevos jinetes entre los linajes colaterales de la Casa Targaryen – están por fin moviendo esta línea narrativa hacia algún lugar concreto. Lo que es de agradecer porque, por momentos, provocaban hastío cada vez que aparecían en pantalla.

Los peones, torres y alfiles de Rhaenyra empiezan a moverse y a coger posiciones de ataque. Lentamente pero con paso firme, a pesar de todo. Lo contrario que en el bando enemigo.

La cara, gestos, expresión y palabras, entre fatalistas y resignadas, de Gwayne Hightower, lo dicen todo. Hay un triángulo aquí, el que conforman Alicent, su padre, Otto Hightower, mencionado de nuevo y requerido de vuelta por Aemond Targaryen (decisión inteligente de no ser por la ya comentada ofensa deliberada a Ser Larys que ello supone) y el moribundo rey Aegon, que hará saltar por los aires el polvorín siniestro que es a estas alturas la Fortaleza Roja.

De alguna manera hay una línea de puntos de interés común que une a abuelo, hija y nieto con Ser Larys, y algo me dice que la dualidad Hightower/Targaryen que la familia real representa se desequilibrará por algún lado de manera decisiva en favor de Rocadragón. Las lealtades de Otto Hightower y Ser Larys Strong, las dos luminarias principales en todo este entuerto, sólo tienen que ver con el bien de la Corona de manera circunstancial. Y las circunstancias, naturalmente, cambian.

En el caso de Desembarco del Rey, cambian a la velocidad de la luz. Además, hay que contar con la lealtad ambigua y cínica de la Casa Lannister.

Hay que recordar que al comienzo de Juego de Tronos son los Lannister quienes intervinieron decisivamente para derrumbar el poder Targaryen en Poniente, lo que quizá nos de una pista, siquiera orientativa, de su comportamiento ahora. De momento lo que está claro es que con su actitud displicente con respecto a Aemond ya están tanteando su fortaleza, lo que en términos de estabilidad y legitimidad, no es poco.

En todo caso la segunda temporada de La Casa del Dragón ha entrado en su fase decisiva y se nota. Todo va más rápido. La relación lésbica que se desvela al final del capítulo entre Rhaenyra y Mysaria no sólo subraya la distancia ya inseparable entre ella y Daemon sino que trae rescoldos de aquel vínculo equívoco y ambiguo que la unía, en la primera temporada, con Alicent Hightower.

Que entre las dos amigas y ahora rivales hubo algo más intenso que la propia amistad que, por las circunstancias, quedó frustrado, parece evidente. Como es evidente que el matriarcado que rige los destinos de Poniente debe pasar por encima con violencia -y fuego- de la oposición masculina y patriarcal expresada por padres, hijos y maridos. Quienes no obstante porfían por mantener su posición de poder en un mundo inestable que sólo respeta, en último término, la autoridad firme.