Nos despedimos hasta la siguiente temporada de La Casa del Dragón de las maravillosas Impresiones de un No Lector. Son obra del gran Antonio Valderrama, periodista y escritor, autor de los excelentes Hombres ArmadosLa hora azul. Fan de Juego de Tronos, no había leído Canción de hielo y fuego – ya se puso al día – y nos acompañó en la sexta temporada, la séptima y la última de la serie. Ahora no ha leído Fuego y Sangre, así que nos ha analizado con su mirada extraordinaria La Casa del Dragón.

La Casa del Dragón 1×10 – La Reina Negra

Por Antonio Valderrama, Fantantonio

Como era de esperar tras el penúltimo episodio de transición, La Casa del Dragón ha terminado por todo lo alto, con un capítulo brillante, tenso, de trazos claroscuros y con una secuencia que aturde, excita y eleva hacia el clímax la atención del espectador. Como mandan los cánones, la mirada final de Rhaenyra es el mejor de todos los cliffhangers.

Quedamos colgando de ese rostro descompuesto por el dolor y la cólera, más que nunca se nos aparece como una diosa, con la cara tallada en el mármol de la muerte de una auténtica entidad sobrenatural. Que es, al fin y al cabo, lo que son los Targaryen.

Con toda claridad House of the Dragon ha ido de menos a más en su primera temporada. Con algún bache al final, la serie empezó a batir sus enormes alas de dragón un poco a la mitad de una temporada anodina, que no transmitía nada más que aburrimiento y previsibilidad.

El relato fue cogiendo fuerza, el pulso fue progresivamente acelerándose a medida que la historia era contada cada vez con más dobleces, cada vez con mayor complejidad, es decir, a medida que los personajes principales iban adquiriendo peso y dimensión humana.

En el drama de los Targaryen, los dragones no son más que un aderezo fantástico, en el sentido estricto de la expresión: son un recurso cinematográfico magnífico, una ocasión estupenda para ver los increíbles avances y prodigios de la ciencia ficción.

Y más allá todavía, son una maravillosa herramienta narrativa con la que subrayar la violencia esencial que recorre la historia de un linaje truculento, un linaje genéticamente averiado, proclive al incesto, a la brutalidad y al sadismo, que sin embargo cuenta con un poder mágico sobre unas criaturas de leyenda que en sus manos pueden arramblar con todo, verdaderas bombas atómicas con alas y escamas.

En la intro, la sangre, definitivamente, ya no fluye por los cauces marcados, sino que chorrea, se desborda. Es el preludio. El capítulo tiene ritmo. Como imagen especular del episodio número nueve, se desarrolla esta vez casi íntegramente en Rocadragón, la sede de “ los negros”, es decir, del bando abiertamente aliado con Rhaenyra Targaryen, la sucesora legítima del finado rey Viserys. No es un baño de sangre, sino con acierto, una introducción, unas vísperas sangrientas.

La noticia de la guerra inminente llega al solar tradicional de los Targaryen con Rhaenys, mensajera de la guerra, de una guerra que no era suya, que no iba a ser suya, de la que su alma quisiera alejarse lo más posible, pero que por una cuestión de lealtad hacia sí misma y hacia su propio clan, no puede ser sino suya.

Muy suya, quizá más que de nadie, pues Rhaenyra es ella misma, es la mujer que sí puede reinar, la que a diferencia de ella sí que depende de su inteligencia y de su aplomo para arrancarles el poder a los hombres que acechan el Trono de Hierro.

Toda esa primera parte del episodio es un in crescendo hermoso y duro. Rhaenyra, que empezó siendo un personaje tan flojo como la propia serie, ha ido ganando aplomo, constancia y grandeza desde que la interpreta otra actriz.

La madurez es un grado evidente y en toda la secuencia del parto precipitado por las noticias que vienen de Desembarco del Rey se nota lo ganado con respecto a la actriz que encarnaba a la Rhaenyra adolescente: aquella muchacha rígida y hierática incapaz de expresar emociones con su rostro de jeroglífico egipcio no habría podido desarrollar el abanico de gestos y expresiones físicas que acompañan a la mujer con mayúsculas que se retuerce entre los dolores del parto.

“En bocas de parir”, como decían antes las viejas, Rhaenyra tiene que asumir el rol para el que nació y para el que se ha estado preparando toda su vida. Como muestra de lo difícil que ha sido para ella defender su posición como heredera del rey Viserys, la vida le pone en la circunstancia de tener que asumir el mando, tomar el control, en pleno tormento físico.

Su grandeza transforma el horroroso trance de dar a luz a un niño muerto en un ejercicio de poder. Es ya una auténtica dragona, una mujer de extraordinaria auctorictas, que era como los romanos conocían el poder moral que hacía un líder del jefe.

Pues jefe, técnicamente, puede ser cualquiera, cualquiera con armas a mano, cualquiera con una guardia pretoriana a su alrededor, cualquiera capaz de hacer uso de la violencia. Esa era la potestas. Potestas tiene, por ejemplo, Otto Hightower.

Lo otro es más complicado, es una autoridad natural. Emana de la dignidad personal, del carisma con el que uno asume el mando, el imperium. Rhaenrya no se oculta ni siquiera ensangrentada por un parto prematuro, no le oculta a sus hijos la naturaleza de las cosas e impone su voluntad incluso por encima de su impetuoso y bárbaro marido.

Es un caudillo, de un modo más directo y efectivo de lo que nunca lo fue su padre, y es la única que como bien observa Rhaenys, no pierde la cabeza, no se deja llevar por la pasión. Para, templa y manda, como dice el antiguo código taurino. Exhibe por fin su inteligencia política, un maquiavelismo ejemplar que saca de quicio a Daemon porque Daemon, a diferencia de ella, no está hecho para mandar, sino para matar, matar y golpear, arrasar ciudades, abrasar a gente, imponer su capricho a voluntad, salvajemente.

Toda la secuencia del hijo muerto es también una bella y triste metáfora. Ese niño es el futuro que pudo haber sido y que jamás será. Rhaenyra amortaja con él su reinado pacífico, la posibilidad de la paz, la posibilidad de emular a su padre, porque sin paz, es decir, con la guerra, también se esfuma su oportunidad de ser una reina por encima justa: la guerra, y sobre todo, la guerra civil, la obligará a tomar decisiones injustas, crueles en muchos casos, la forzará a sacrificar lo mejor de sí misma.

Eso lo sabe. Esa es la mortaja con la que entierra a su hijo. Con él se va todo lo puro e inocente, todo lo virgen. A partir de aquí no habrá más que porquería, vileza y suciedad.

Su acto de coronación es tan sencillo y tan genuino como falso e impostado fue el de Aegon. A Rhaenyra la unge la muerte, la de su padre y la de su hijo, ocurridas en el mismo día, pero su ascensión, precisamente por ello, por las circunstancias que la rodean, es tan natural y está tan llena de fuerza: está imbuida por el verdadero sentido de la vida y de la experiencia, es tan diferente del acto que elevó a Aegon II como diferentes son la vida y la muerte.

Su consejo está formado por mujeres y por hombres por igual. Es un consejo de guerra reducido pero leal, un “consejo del mérito” aristocrático, en el sentido etimológico de la palabra, no como el del otro blando, plagado de arribistas, de mantecatos, de interesados y de mercenarios.

Una de las cosas interesantes de la segunda temporada será comprobar la distancia que separa a esta especie de jacobinismo targaryen, ya esbozado al final de Juego de Tronos, del feudalismo rancio que impregna toda la estructura de poder del otro bando. Aegon II es el representante de un viejo orden establecido en torno a castas y estamentos de poder cuyo fundamento es la sangre, la jerarquía y la antigüedad.

Rhaenyra representa el nuevo régimen donde la violencia está monopolizada y ese monopolio lo ejercen los dragones; donde las mujeres cuentan como los hombres y donde las alianzas, una vez roto el ancestral pacto de honor en base a la palabra dada, van a estar sujetas al interés político. Rhaenyra, lo dice Rhaenys, es el poder central que une los viejos territorios divididos en señoríos cuya legitimidad se pierde en la noche de los tiempos, señoríos que hoy se alían y mañana se hacen la guerra arbitrariamente.

Todo eso acaba con los Targaryen, quienes imponen una ley común. Rhaenyra ha de imponerla a sangre y fuego como en su día la impondrá Daenerys, con la diferencia de que Rhaenyra está mejor rodeada y es más sabia.

No obstante Daemon es la sangre Targaryen que late desbocada. La escena en la que canta en altovalyrio al dragón bestial que surge de la oscuridad, en las entrañas de Rocadragón, simboliza seguramente ese eco salvaje y antropófago que retumba en las cavernas de su ser, en las “habitaciones de la sangre” de Rhaenyra.

Un eco que trae a los oídos del mundo la música de un poder aniquilador total, bestial e incontrolable, que sin embargo da sentido a la raza Targaryen, a la que ella, quiera o no (creo que Viserys no quería, sospecho) pertenece.

Como a ella pertenecen Aemond y Lucerys, Arrax y Vhagar, dragones humanos y dragones de verdad, cuyo poder, una vez excitado, ya no tiene vuelta atrás.

Sobre el techo del mundo se consuma una desgracia que por ejemplo a Daemon, en el fondo de su ser, le alegra sobremanera, porque Daemon es un hombre cuyo único sentido en esta vida es afrontar algo como lo que se viene a partir de ahora: el enfrentamiento agónico y definitivo, la guerra sin cuartel.