
El Trono de Hierro
Vemos a Tyrion caminando entre las heridas abiertas de Desembarco del Rey. Vemos las consecuencias explícitas del formidable, feroz ejercicio de centralismo jacobino de Daenerys en el episodio anterior. Vemos al enano arrastrándose cabizbajo entre las ruinas de la capital de Poniente: es el gran perdedor. El gran fracasado de la temporada, quizá de la serie entera. Se cruza con una pobre alma en pena achicharrada que recuerda la foto icónica de la niña aquella vietnamita abrasada por el napalm.
Llueve ceniza que parece nieve. Desembarco del Rey es Hiroshima. Retumba el silencio de los muertos. Tyrion camina solo, aplastado por el peso de sus errores, por la evidencia macabra de sus malas decisiones, de sus apuestas disparatadas y de su pésimo cálculo político. Ha perdido. Si no viéramos nada más, esa sería la conclusión. Una hora larga después, todo ha cambiado. La finale de Juego de Tronos es muchas cosas. Probablemente, la que más, la rehabilitación moral y emocional de su personaje intelectualmente más interesante.
Pero el final de la serie también es la confirmación de los pronósticos: es un final previsible, un final sin lugar a la sorpresa. Quizá la sorpresa más audaz, más contracultural, habría sido la victoria de Daenerys, el triunfo de la déspota. Porque como dice don Alberto Nahum en su crítica del capítulo el bien y la esperanza han ordenado el mundo y le han dado un sentido, un sentido moral; es difícil remar en contra de esta concepción finalista de los relatos televisivos, concepción que explica otros finales como por ejemplo el de Breaking Bad: el malo ha de pagar, la ley, la justicia, o una noción vaga que identifique ambas cosas, debe prevalecer.
Lo contrario sería prácticamente subversivo porque sumiría al espectador global de la serie en una confusión angustiosa: ¿es que no hay un bien absoluto que justifique tanto sufrimiento, que redima a la Humanidad de sus peores pesadillas? ¿Es posible imaginarlo? Dejar ganar a Daenerys habría resultado subversivo desde un punto de vista moral. ¡Pero lo que lo habríamos disfrutado! Porque la Historia nos enseña que los malos, también los supermalos, los villanos asesinos de masas cum laude, a veces, también ganan.

Habría que haber dado demasiadas explicaciones, no obstante. Vivimos en el mundo de la explicación permanente, imagínense los tuits. Las cascadas de hilos. Las parrafadas en Instagram, los artículos en El Huffington, las fotos de gente muy mohína enseñando cartelitos. Daenerys llevaba ya una semana siendo la creación humana más odiada de nuestra era. Demasiados padres sufriendo por esas sesenta niñas españolas que crecerán con el nombre de una aparente súper-hembra (yo no soy una princesa, soy una khaleesi) que en una hora pasó de vertebrar estéticamente el nuevo feminismo a soportar sobre sí misma el peso de toda la maldad patriarcal de la Historia.
Y es una verdadera pena que la cosa no haya acabado con Daenerys uniformando jurídica y administrativamente el patio de Monipodio que es Poniente al final de tantos combates contra lo divino y lo humano; que no haya podido centralizar a lo Robespierre, llevando al dragón de pueblo en pueblo y sentándolo en cada plaza mayor a pasar por la parrilla a los viejos caciques locales como en Francia durante el Terror llevaban la guillotina.
Daenerys habría podido crear por fin un tipo de Estado-nación que arrastrara Poniente hacia la modernidad, crear, quién sabe, un nacionalismo, un nacionalismo que saliera de la boca del dragón como una terrorífica purificación, un nacionalismo targaryen que rompiera las cadenas de la identidad pegada al suelo y esposada a las viejas lealtades de clanes y casas, pero Poniente permanecerá algunos siglos más todavía en otro tiempo histórico, es lo que hay. Es una pena además porque la breve exhibición de su triunfo nos ha dejado lo mejor del capítulo: una media hora visualmente insuperable cuyo ensalmo onírico se fue volando con Drogon y se perdió con él entre la niebla.

Tyrion caminó entre las ruinas no sólo de Desembarco, eran las de su propia vida. Eran los restos de su pasado, como si nos quisieran mostrar que eso era todo lo que le quedaba, escombros y ceniza. Ni siquiera los que lo odiaban están ya vivos: él se encargó de unos cuantos, principalmente de su padre, fuente de toda su desgraciada historia personal, y acabando por Cersei, a la que descubre emotivamente bajo los ladrillos de las grutas de la Fortaleza Roja junto a Jaime, unidos en la muerte igual que esos dos enamorados de Pompeya.
Parecía que el final de Tyrion atravesaría esa senda de absoluta desolación, a tono con su última temporada y puede que hubiera resultado mejor que el capítulo acabara precisamente con el vuelo de Drogon, pero eso también habría sido demasiado contracultural, ¡la finale más esperada de la Historia de la televisión, despachada en media hora! Todo lo que alarga el metraje del episodio sirve para sumergir la historia en las turbias aguas de la previsibilidad pero también para salvar al personaje del enano genial con varios golpes de esgrima dialéctica.
En eso, nos lo han enseñado desde el primer capítulo de la saga, el Napoleoncito Lannister era el mejor. Su finura cáustica y su ingenio destroyer se han ido modulando mucho con el tiempo, hasta acabar en un fatalismo lenguaraz, en un cinismo sin carne ni pulpa, triste como un domingo de lluvia. Pero le quedaba un impulso de convicción y lo usó para persuadir al pusilánime, aturdido y estomagante Jon Nieve: ahí el fantástico Peter Dinklage salvó a Tyrion Lannister y empujó a Juego de Tronos por la pendiente de Disneylandia.
Como decía antes el despliegue estético de la victoria de Daenerys de la Tormenta es una maravilla, pero los creadores de la serie remarcan hasta lo obsceno la parafernalia fascista del asunto. La asimilación hitleriana es completa, parece la Khaleesi en Nüremberg en 1934, no sólo el ceremonial es idéntico, sino los colores, el negro dominante, el rojo del estandarte Targaryen drapeando imponente sobre los lienzos destruidos de la muralla de ladrillo rojo de la capital, los dothrakis chillando pavorosamente, la Lufftwaffe draconiana pasando por encima de los cuadros inmaculados perfectamente formados.
El contraste con el blanco sucio que lo impregna todo es pura poesía del vértigo protofascista, pero además ella los arenga y les insta a ir a conquistar el mundo, pues ¿qué tirano, qué caudillo puede inhibirse ante una masa tan idealmente coordinada, tan entregada a la muerte y al crimen, y no prometerles la conquista del mundo?
Daenerys oficia la liturgia tenebrosa del Nazifascismo Targaryen con la cara blanca, un blanco brillante; ya no es humana como cuando encima del dragón, con las campanas sonando, su rostro refleja la tortura interna y la explosión de ira. Ahora es una especie de sacerdotisa y su tez está iluminada por el brillo del fanatismo. Esto se repetirá luego, en la escena-clímax del capítulo. Jon intenta convencerla de no se sabe muy bien qué, todo es vano, en esa escena no importan las palabras porque, aparte, el diálogo es muy malo, acorde con todas las escenas en las que aparece Jon. Lo que hay que mirar es la cara y los ojos de Daenerys, que ya no escucha a nada ni a nadie más que a lo que tiene dentro de su cabeza, que es el sueño de poner el mundo patas arriba, borrarlo y empezar a escribir sobre él como si fuera un folio en blanco.

Antes de llegar al momento álgido también podemos ver que Daenerys se ha metido hasta el fondo en el camino del miedo que anunció antes de la toma y masacre de Desembarco del Rey. Ya no le quedan hombres libres y leales a su lado. Ser Davos, Tyrion, el mismo Jon, todos la han abandonado. Lo que tiene es lo que se muestra en el desfile de la victoria, tres instrumentos de matar de una potencia desmedida. La textura de la imagen, por así decirlo, que nos devuelve la pantalla, nos transmite exactamente esta sensación de estar a punto de iniciar otro terrible episodio en una historia de violencia y sufrimiento interminable.
Desembarco del Rey ha perdido su luz sureña, parece el Norte, el Muro. Los grandes espacios abiertos y las estancias interiores comparten ese mate que ahoga, una tenebrosidad que fotográficamente está muy conseguida y es uno de los grandes éxitos del capítulo, como toda la fotografía de la temporada y de la serie, de extraordinaria factura.
La entrada de Jon en el palacio es un momento que debe quedar en los anales de la Historia del cine: Drogon emergiendo de las entrañas de una montaña de ceniza como los griegos de Jenofonte saliendo de debajo de sus escudos cubiertos de nieve y confundiendo a sus enemigos; el bicho reconoce a Jon y lo deja pasar, confiado. Se invierte así el tradicional relato del caballero que rescata a la princesa encerrada en la torre del castillo, matando antes al dragón. No hay princesa que rescatar y el dragón está de su parte. Jon tiene una misión más trascendente: tiene que salvar al mundo, nada menos.
Lo ha convencido en el penúltimo gran retruécano dialéctico de Tyrion, que da lo mejor de sí mismo cuando está en una mazmorra mirando a la muerte a los ojos. “El olvido es lo mejor que puedo esperar” le dice a Jon al principio, pero es un truco y lo sabemos pronto: desata su lengua de acero reclamando casi la infalibilidad de la explicación neurocientífica, ¡genética!, del comportamiento humano. Jon defiende el libre albedrío entre balbuceos porque se nos muestra a un Jon que literalmente no sabe ni lo que quiere.
“No sé”, responde definitivamente a la pregunta que le formula Tyrion, de si él habría hecho lo mismo, estando en la piel de Daenerys. Ese no sé es definitivo, es un epitafio: aquí yace Jon Nieve, un hombre que pudo reinar, que pudo amar, que pudo luchar, pero que decidió no hacer nada de todo eso porque sencillamente no sabía. Resulta demoledor y en realidad un Jon tan vacío, un auténtico pelele, era lo que la lógica interna de la serie en esta temporada necesitaba para convertirlo en mano ejecutora de un destino “superior”, más grande que él y que todos. Jon salva el mundo a la postre, como nos prometieron siempre, pero no acabando con el Monarca de la Muerte en combate singular, en épica lucha individual del Bien contra el Mal, sino transfigurándose en otro Jaime Lannister. ¡Un matarreinas!

Es un destino sin ninguna grandeza para el que debía ser el personaje más grande de toda la serie, entendida la grandeza aquí como una cualidad trascendental, una dimensión heroica a la que sólo los elegidos pueden llegar, y es evidente que Jon era un elegido, ¿de qué otro modo considerar a un tío que venció a la muerte, resucitando?
Para apabullarlo del todo el propio Tyrion acude al argumento emocional decisivo. Casi se pone a recitar el famoso poema de Martin Niemöller de “los nazis vinieron a buscar a los comunistas, guardé silencio porque yo no era comunista…”, un golpe escénico de melodrama por el que hay que aplaudir a los guionistas. Refuta el utopismo con destreza de profesor universitario: “¿No matarías a todo el que se interpusiera entre ti y el paraíso si lo creyeras de verdad?” Esta conversación redime los pueriles diálogos entre sordos que no se escuchan que tuvo lugar luego entre Jon y Daenerys, antes de la puñalada.
Tyrion refuta la raíz religiosa que sustenta todo totalitarismo, nazifascista y comunista, porque ataca directamente la base utópica que los sostiene, la pretensión de remodelar la naturaleza humana y traer con ello el cielo a la tierra, el reino de Dios ultraterreno a esta vida que, piensan los totalitarios, puede ser cambiada. Tyrion derruye el eslogan “cambiar el mundo”, de tanto éxito publicitario, desnudando la verdad ante Jon, en realidad ante el espectador porque lo que hace es un mitin político o como decía antes, una exposición académica ante un público entregado; presenta la verdad sangrienta que encierra siempre a miles de muertos inocentes dentro de las palabras “cambiar el mundo”, y convence a Jon.

Por supuesto que sí, porque Jon llevaba toda la temporada queriendo ser convencido, Jon quiere hacer lo que niega insistentemente con la cabeza, en el fondo sabe que es así y ha de afrontarlo, necesita que lo empujen a hacerlo porque es un pusilánime, necesita entregarse instrumentalmente al destino bienhechor puesto que esas palabras que pronuncia son mucho más que un balbuceo patético, son un diagnóstico de su personalidad: “No sé”. ¿Qué sabes tú entonces, Jon Snow?
Nada, claro. Aquí, aunque tibiamente, la serie se ancla en su propio legado anterior: hubo dos mujeres que le dijeron exactamente eso a Jon en temporadas anteriores, y eso puede servir de pretexto a quienes nos han presentado atropelladamente una resolución argumental que ha madurado de golpe, en cámara como se dice para describir ese tomate rojísimo y esplendoroso por fuera que por dentro, sencillamente, está verde.
El desenlace de Juego de Tronos está muy verde pero eso se ha dicho aquí hasta la saciedad y no conviene extenderse mucho más. Jon pasa junto a Drogon, el bueno y fiel Drogon, que duerme como los perros, al pie de su dueña. Jon se funde a negro en la imagen y se nos presenta el destino que le espera, en la sala del trono. Como decía lo potente de toda la secuencia a partir de ahora es lo visual, lo que se dice no vale nada porque es un diálogo entre una enajenada a la que ya nos han presentado con todos sus avíos de iluminada monstruosamente peligrosa y un pobre diablo al que poco más o menos que la mano de la Historia le ha puesto la daga en el puño para que cumpla con su deber. Daenerys se acerca a un trono que ha dado sentido a toda su existencia, a un trono que es ella porque lo ha dado todo por él, se ha inmolado en su propio altar para conseguirlo.

El Trono está a la intemperie, en un palacio en ruinas, cubierto de cenizas: la metáfora está bien conseguida, el poder es mierda y veneno licuados en una copa de oro macizo y piedras preciosas engastadas. El final entre los dos es peliculero y previsible, como digo, políticamente correcto, pero también coherente: al fin y al cabo cumple con el canon del castigo a la desmesura y Daenerys ha cometido pecado de hybris, los trágicos atenienses del siglo V habrían vomitado sapos y culebras si no hubiera sido castigada con la muerte. Daenerys llevaba un mundo nuevo en su corazón, como los anarquistas españoles en la guerra; al fin y al cabo en vez de mediocres fusiles tenía un dragón y un poderoso ejército, pero la utopía sigue siendo igual de inalcanzable y de peligrosa, un sueño ensangrentado de la Razón. Final feliz. Todos contentos.
Porque la serie termina con el grito de dolor de Drogon. Es hermoso y noble. Drogon aúlla a la luna, se alza sobre sus patas traseras, pero dirige su furia contra el trono: es el símbolo material del odio entre los hombres, el tótem del poder que envenena la mente y el corazón de quien lo desea como envenenó la mente y el corazón de su madre. Lo derrite en un acto de republicanismo salvaje: Poniente no tendrá nunca más un trono porque una bestia en apariencia irracional ha fundido el icono de la ambición irracional, animal, que emponzoñaba la vida de los seres racionales a su alrededor.

Entonces coge a Daenerys suavemente con sus increíbles garras, se levanta y se va, diluyéndose entre la tormenta de niebla y ceniza. Daenerys deja Poniente como vino, volando, como un sueño. La khaleesi ha sido un parpadeo de terror y de locura. Sus pretorianos se quedan con Roma entre sus manos. Lo que sigue es un gran ejercicio de buenismo argumental cuyo afán, supongo, es el de cerrar una serie-río sin dejar lugar a ningún ángulo muerto, a costa de una notable cuota de la credibilidad del propio producto.
Gusano Gris no arrambla con lo que queda de Desembarco del Rey ni cuelga a Jon y Tyrion de las ruinas más altas, que es lo que cabría esperar de unas legiones de soldados absoluta y únicamente fieles a su reina, ahora muerta. Nada les une a Poniente más que la visión redentora de Daenerys y llegado el caso, la promesa de un botín. Nada les vincula con ningún tipo de pacto de caballeros con los clanes y casas del país, nada les impide culminar la matanza y largarse.

Hay una elipsis y las elipsis las carga el diablo, porque suelen ser recursos difíciles de encajar, hay que hacerlo con sentido, cuidado y delicadeza; aquí parece un simple patadón a la pelota, que vuele hacia adelante, y la pelota cae en Pozodragón, y le cae en el pie a Tyrion, que termina su impensable giro de 180 grados rehabilitándose del todo ante propios y extraños con un discurso redondo. Un discurso cargado de sentido, también, de significado. Sin embargo, tampoco puedo desprenderme, al escucharlo, de la impresión de que es el discurso ideal, en el momento preciso. Es un flaco favor al verismo, del que esta serie había presumido siempre: algo tan perfecto no puede existir, huelo la huella de la impostura.
“¿Qué une al pueblo? Historias. No hay nada más poderoso en el mundo que una buena historia”. Y aunque uno pueda estar de acuerdo, o discutirlo, no hay nada en este speech que no parezca una cosa de Steve Jobs hablándole a los universitarios de Stanford, o a alguna intervención de Obama. Parece sacado de algún libro de Yuval Noah Harari: ¡las historias, el secreto de la cooperación, la clave de la dominación mundial del Homo Sapiens! Casi esperaba ver volando esos birretes de los universitarios americanos al final.
Tiene un punto, qué duda cabe, pero parece demasiado a propósito para encumbrar finalmente a Bran Stark y de paso establecer con ello una monarquía novedosa en Poniente, asamblearia en lugar de hereditaria, como forma postiza de congeniar las ambiciones confederales de los viejos reinos devastados por la guerra y las aspiraciones de la khaleesi muerta. Una componenda que incluye el puente de plata para Inmaculados y dothrakis. Un nuevo pacto que no deja de ser dinástico pero que ya sí incluye a las mujeres, por ejemplo, o que reconoce la “singularidad” norteña (¡se parece tanto a España!) pero sólo no obstante a las mujeres que pertenecen a la casta dirigente.

Mujeres aristócratas y norteños cobran conciencia de sí mismos; también los salvajes, en otra medida (ya no pueden ser tratados como bárbaros subhumanos, ni como enemigos ancestrales; igual que los negros en la Segunda Guerra Mundial, no pueden volver a casa tras matar y morir codo con codo con los demás y ser tratados igual que antes, aceptar el viejo status quo). Sam introduce sin embargo una tímida reivindicación del voto popular, del sufragio universal, y ni siquiera logra ser cómico: se quedó en un gag, como si los guionistas hubieran querido rizar el rizo del todo y hacerle otro guiño al sino de los tiempos y su catecismo democrático pero se hubieran arrepentido a medio camino.
La «solución Bran» sin embargo no puede pasarse por alto en su incongruencia: llevábamos muchos años viendo a un Bran completamente desapegado del mundo material, de lo terreno, de lo que está aquí. Los asuntos humanos no le importaban ya prácticamente nada, mucho menos aún intereses tan bastardos, vistos desde su olímpico altar de cuervo de tres ojos y “memoria del mundo” viviente, como las luchas por el poder, todo eso tan mezquino y bajo que entretiene la vida de los hombres. Yo ya no quiero nada, vino a decir antes de la Batalla de Invernalia. Pues bien. Ahora no sólo quiere, sino que sugiere que ya sabía lo que iba a pasar (“¿por qué te crees que he venido hasta aquí?”). El trazo es demasiado grueso pero la victoria del Bien, de “los buenos”, es todavía más absolutista, totalitaria y despótica que la propia Daenerys: lo conquista todo, incluso el pacto de veracidad con el espectador.
Cada uno de los hijos de Ned Stark, por tanto, reciben un premio. Si uno lo piensa bien la serie empezó con ellos recibiendo de su augusto padre alguna lección. Sobre todo la enseñanza fue más bien colectiva: los lobos, la manada, el protegerse uno al otro. Cada uno ha seguido su propio destino y han sobrevivido. A cada uno le corresponde una parcela nueva, un nuevo reino: Bran es el rey de Poniente; Jon está desterrado al Muro, regresa a esa cofradía de “bastardos y vencidos” donde se encontrará con guerreros y hombres sin pasado ni futuro, como él. Es un final sencillo que le da por contraste con toda su reciente experiencia, un tono de épica austera, estoica, a una vida incomprensible.
Jon Nieve se diluirá en el Norte, anónimo, como el maestre Aemon, otro Targaryen desterrado del mundo de los hombres, quien quizá sea con quien haya que medir su personaje (y la referencia a él en el capítulo vaya en ese sentido). A Arya le pertenece el reino de la aventura, de lo desconocido, algo también acorde a su espíritu y a su trayectoria; Sansa es la gran vencedora, no se puede decir que no se lo haya ganado, pero de igual modo el apresuramiento narrativo de la saga distorsiona el sentido de la independencia de Invernalia, que todo el mundo acepta sin ninguna queja.

Sansa no sólo ha vencido materialmente a Daenerys, sino que, si se puede extrapolar políticamente en algo este desenlace, su concepción de la administración de Poniente también ha vencido: una pequeña parcela de poder que no se pliega ante lo nuevo, que viene de fuera. Un fuero, hablando en términos estrictos, un Árbol de Guernica para esa extraña tierra norteña plagada de hombres que, sin la literatura de lo romántico (el árbol de florecillas rojas, el cuervo de tres ojos, la nobleza viril de Ned Stark) no pasaría de atufar a ranciedad, a anacronismo filorracista.
El consejo de ministros que preside el finalmente repuesto en forma y fondo Tyrion nos lega la moraleja de la serie, a mi juicio: ganan los que resisten. Este cierre es una oda a la supervivencia de los vulnerables, de los débiles, de los nadie. Tyrion, el mayor superviviente de todos, lidera ahora un consejo de hombres y mujeres libres, de freelances y abanderados de sí mismos. Los a priori más débiles, desprotegidos por su soledad ante las terribles luchas que exigían tomar partido sin matices, han ganado precisamente por su don de la oportunidad y por su pragmático apego a la suciedad de los detalles.

Lo que desconocían los grandes señores, siempre ensimismados en sus crueles combates por el poder absoluto y los bellos ideales nobiliarios, ha supuesto su definitiva ventaja. Conocían el valor de las cosas, estaban ajenos a los intereses de los grandes conceptos, se sabían los entresijos de “la rueda”, noción que ha estado en boca de todos en este capítulo final. Ellos hacen posible que gire la rueda. Ellos han gobernado siempre el mundo, que no se ha caído al suelo en todos estos años de tremendas catástrofes. Tyrion simboliza esto, al mismo nivel que Bran, un personaje lastrado como él desde el primer capítulo por una desgracia física que lo convertía, igual que el enano, en una presa fácil en medio de una selva implacable que no conocía ni la piedad ni el perdón. El mundo que ellos se encuentran ahora entre las manos está destruido pero puede que empiece a ser menos feroz.
Quizá esa no es la última traición de Juego de Tronos a sí misma, sino una consecuencia inevitable del progreso humano, y en una serie que casi siempre ha sido una historia de la Humanidad en toda su extensión (a pesar de dragones, magia y zombis) esta debía ser, por tanto, la conclusión natural. Ellos levantarán este mundo y curarán sus cicatrices. Los vulnerables que terminaron siendo fuertes. Hay que soslayar la milagrosa y oportuna aparición de Bronn, un personaje muy desperdiciado, y hay que tragar. En definitiva estamos apurando el último trago de la gran copa de una serie histórica. Juego de Tronos es un hito de la cultura popular. Ha superado por mucho a Lost en eso, está ya en la liga del Señor de los Anillos y de Star Wars.
Sin embargo, como producto de literatura audiovisual, la serie se queda a un peldaño de los grandes relatos con los que la televisión se ha convertido en cine en este nuestro siglo, y eso es culpa de las últimas temporadas. Cabe desear que los spin-off sean tratados con el mimo de las primeras seis temporadas, y que resulten ampliaciones hermosas, terribles y bellas de un universo, el de George RR Martin, inabarcable. Shakespeare y Tolkien, así lo define Luis Alberto de Cuenca. La verdad es que a pesar del trazo grueso del final, incluso con ello, todo este viaje ha merecido la pena.
