Los Últimos Stark

Por Antonio Valderrama

Y después del fin del mundo, qué. Esa es la pregunta más antigua de todas las que se ha hecho a sí misma la Humanidad. Pues, bien: después del Apocalipsis, una última batalla, como si tras un holocausto nuclear quedaran dos monos dándose de hostias con dos maderos, disputándose la tierra muerta y llena sólo de cenizas. Como quedó claro con el desenlace del anterior episodio la serie ha recuperado su dimensión estrictamente humana y deja de llamarse El Día del Juicio Final para retomar el nombre con el que la conocimos, Juego de Tronos. El nombre del que nos enamoramos. Es el juego por el trono. La última partida.

Uno de los refranes más viejos y que uno aprende antes es ese tan castizo del vivo al bollo y el muerto al hoyo. Así es el prefacio del capítulo. Los buenos entierran a sus muertos y se lamen las heridas, que son pavorosas. Sansa y Daenerys lloran a sus hermanos mayores, no de sangre, sino de alma: se acentúan las analogías entre ambas mujeres, como se verá más adelante, hasta llegar al punto de choque. Inevitablemente tienen que acabar enfrentadas; no sólo lo exige el guión, también lo exigen los caminos tan parecidos por los que han transcurridos sus vidas, las etapas que han recorrido hasta llegar a ser lo que son, dos mujeres poderosas, dominantes, duras y que necesitan ser implacables para imponer su voluntad.

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Las piras funerarias son encendidas y las hogueras lo llenan todo de humo negro, del que rápidamente se pasa a la luz de la vida, materializada en las velas y los candiles que iluminan tenuemente el gran salón de los Stark, donde se bebe y se celebra no ya una victoria, sino estar vivos. La existencia como bien absoluto, que pronto pierde esa plaza de privilegio puesto que no hay tiempo ni de pasar la resaca: hay que preparar el asalto al poder, que es, de nuevo, el centro del universo de Poniente.

La escena de los funerales arroja algunas dudas secundarias que no son importantes para la trama pero que merecen ser anotados aquí quizá como eco de una queja más general sobre el detallismo: Juego de Tronos ha destacado desde el principio por ser un producto cuidado con mimo y de este capítulo ya ha dado la vuelta al mundo el fotograma con el vaso de plástico de Starbucks. No es sólo eso. Invernalia parece bastante entera, sobre todo teniendo en cuenta cómo la dejamos hace una semana, con el dragón zombi haciendo de ella su charca, su piscina de cenizas y polvo de ladrillo. La niña Mormont, por otro lado, y el cuervo camarada de Jon y Sam, que resucitaron antes de la muerte del Rey de la Noche, no se disolvieron en el aire sin embargo como el resto de los súbditos del Mal con el fin de éste.

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En el banquete empiezan a beber y esa nunca es una buena idea, sobre todo porque los borrachos siempre dicen lo que piensan de verdad y éste no es un convite cualquiera, todos se expanden como nunca porque son seres humanos exhaustos y todavía incrédulos de seguir respirando, ninguno esperaba de verdad estar allí. Tormund inicia un alegato de la meritocracia ensalzando las virtudes guerreras de Jon (“keep fighting, keep fighting!”) y de inmediato la francachela pone encima de la mesa “presidencial” por así decirlo, donde está la Madre de Dragones con su paladín, recién descubierto sobrino, el elefante en la habitación: “¿Quién se monta en un puto dragón?”, grita Tormund, desatado. “¡Un loco o un rey!” Y la cámara nos dirige la mirada de Nieve a Daenerys, hija, naturalmente, de un tipo exactamente así: un rey loco.

El apresuramiento del desenlace obliga a que la serie deslíe de golpe el nudo dinástico Targaryen, presentado tan sucintamente al final del segundo capítulo: de pronto Daenerys cae en la cuenta de que está completamente sola. Ya no tiene a Ser Jorah y advierte que Tyrion no es un segundo Jorah Mormont. Está desamparada en una hipotética lucha por el poder, por la legitimidad de su candidatura al trono de hierro. Tiene dragones y ejércitos pero en realidad no tiene pretorianos fieles dispuestos a todo por ella, como era Ser Jorah: tiene a Tyrion pero la dirección de este capítulo se ha empeñado en mostrarnos un distanciamiento, un recelo, de la reina para con su Mano, y es verdad que sobre Tyrion gravita la tensión política que recorre este capítulo, porque Tyrion es un hombre enamorado hasta las trancas de su reina, es decir, es un hombre cautivo de un amor imposible enfrentado además a otro dilema en apariencia igual de imposible que su pasión por Daenerys: evitar una masacre civil en Desembarco del Rey, evitar que su reina caiga en una carnicería que la desacreditara ante el pueblo al que pretende liberar, evitar que tropiece en un acto monstruoso que sirva a quienes ya son abierta oposición interna a su poder para acabar violentamente con su vida y promover a Jon, o sea, a Aegon Targaryen, al trono de Poniente.

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Porque Sansa ya ha postulado una oposición seria al proyecto imperial de socialdemocracia de hierro y de fuego de Daenerys; lo ha hecho antes de conocer que Jon no es Jon; la revelación convierte el anhelo no expresado de Sansa (sólo en miradas, ¡cómo mira a los dragones! es como si quisiera abatirlos con los ojos, está extrañamente conectada a ellos desde el principio) en un proyecto real, consistente, que empieza a tomar forma cuando ella misma se lo propone a Tyrion (a pesar de habérselo jurado a Jon, los secretos y las promesas no valen mucho en Juego de Tronos).

Una escena antes la misma Daenerys formula una teoría del poder, se lo cuenta a Jon en el último momento romántico, si se puede usar esa palabra, que probablemente habrá entre ellos: el poder como un cuerpo orgánico que tiene vida propia y que escapa al control de quienes lo detentan. De hecho el poder ya ha escapado tanto de sus manos como de las de Jon. La mirada final de Daenerys ante la evidencia de que Jon, siendo fiel a sí mismo y a ese idealizado empeño suyo por “decir la verdad” siempre a su familia, no va a mantener el secreto de su identidad. El poder ya es una entidad independiente de ellos dos y se ha interpuesto entre lo que ambos sienten hacia el otro. El poder ya ha conquistado esa parcela fundamental entre los dos personajes. La fractura. No hay vuelta atrás.

La serie ha acelerado en esta temporada porque no hay más remedio, esto se acaba. Un buen acelerón parece tomar también el arco narrativo de Arya. Todo su capítulo es un cierre circular. Recordamos a aquella niña que practica con el arco en el patio de armas de Invernalia ante la mirada. Ya no es una niña, maneja el arco que parece Paris de Troya y sin embargo, como le pasa a Bran, su misión no es de este mundo. Ella ha trascendido: a los señoríos, a los beneficios terrenales, también al Amor, a todo lo que le ofrece Gendry. Se lo dice al Perro cuando lo alcanza a las afueras de Invernalia: “Yo tampoco voy a regresar”. ¿Será capaz de acabar con los dos villanos máximos de la serie, en apenas tres episodios? Quién sabe. Es imposible que no tenga su papel en la batalla de Desembarco del Rey, sabiendo que Cersei encabeza su lista negra desde hace ya tantos años. Pero quizá convertirla en la mano ejecutora de todas las venganzas sobrepase el límite incluso para una serie que ya ha escapado de su laboriosamente construida durante seis temporadas, lógica interna.

jon-snow-sansa-stark-arya-bran-season-8-804-1024x683Antes de avanzar hacia el sur: definitivamente las grandes revelaciones han sido gestionadas desastrosamente en esta temporada. Cinematográficamente, el cónclave de los Stark se resuelve con una elipsis, justo cuando se está gestando un motín, el último gran motín de los insumisos norteños, esta vez contra un poder percibido como despótico y extranjero, por completo ajeno a la sensibilidad norteña. Un motín, además, urdido entre dos hermanas, que tiene el componente emotivo, la carga, de ser un complot articulado por unos niños a los que hemos visto crecer y superar indecibles padecimientos y dificultades durante casi diez años. Los Stark plantean su alternativa al mundo feliz gobernado por una tirana buena pero no sabemos qué tipo de régimen político desean enfrentar a esa “democracia orgánica” Targaryen. ¿Una confederación de Estados de Poniente? ¿Un régimen de comunidades autónomas como el español? ¿Cada uno por su cuenta y aquí paz y después gloria, finiquitado el asuntillo zombi?

Ni siquiera sabemos si Jon está dentro del complot, en realidad sabemos que no lo está por voluntad propia pero se nos deja claro varias veces en el capítulo que le guste o no, el complot irá adelante y lo pondrá en el trono y ya puede decir misa. Sólo sabemos qué tipo de mundo ideal sueña Varys, el gran artífice de los Stark en la corte Targaryen, el hombre que de verdad puede llevar a cabo el golpe palaciego: se nos descubre en la mejor escena del episodio, el diálogo, tenso y melancólico, con Tyrion.

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“Estás bebiendo mucho”, le dice Varys a Tyrion, y éste hace una defensa de la predestinación que en realidad parece un intento desesperado por justificar a una Daenerys que va tornándose a pasos agigantados, de cara al espectador, como una iluminada peligrosa, como una reina loca que viene a liberar al mundo de las cadenas de la tiranía comportándose justamente como una tirana a la que la vida de un millón de personas le importa tanto como le importaba a Napoleón, es decir nada, si con ello logra su único objetivo en esta vida, que es el poder absoluto.

Antes de este decisivo intercambio de pareceres entre los dos consejeros de una reina cada vez más rodeada de fantasmas, ocurre lo más espectacular del capítulo: la muerte del dragón.

Es la muerte de la madre de Bambi para mi generación. Aquí recupera Juego de Tronos una cosa que la ha distinguido siempre y es la imprevisibilidad de la catástrofe: salen a pasear sobre el mar y de repente, kaput. Es decir la muerte sobreviene sin avisar, y en eso es muy real, así es como pasa casi siempre en la vida. En un momento eres una poderosa emperatriz montada sobre dos bichos sacados de un cuento de hadas, capaces de arrasar con medio mundo de un soplido, y al momento siguiente estás cerca de dormir con los peces, como Luca Brazzi en El Padrino.

Nos hemos criado como aquel que dice con los dragones, los hemos visto nacer, un amigo me escribió sobresaltado tras el tercer episodio contándome que lo que más le había hecho sufrir en la batalla de Invernalia era la suerte de los dragones: todo el marketing y el foco publicitario de la serie, sus puntos de apoyo para conquistar los corazones de millones de personas en todo el mundo (que ni se han leído los libros, ni se los van a leer) han sido principalmente estas tres entrañables máquinas de matar y los Caminantes Blancos. Se mueren los dragones y es como si se nos murieran nuestras propias mascotas. La muerte de este dragón, crudelísima, atravesado por las espantosas ballestas del Leonardo Da Vinci maligno de Cersei, ha resultado demasiado sencilla y ahí reside su eficacia como golpe de efecto: se le ha cortado el hilo de la vida sin que ninguno lo esperásemos, en una acción intrascendente, nos ha impactado mucho más, como meros espectadores.

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Como comentario a pie de página cabría señalar que Daenerys ha cultivado durante seis temporadas su imagen de emperatriz omnipotente del Universo gracias a sus tres criaturas celestiales, y ha perdido dos no en batallas decisivas sino en acciones de muy discutible imprevisión estratégica: en una excursión disparatada en el norte, a la caza de un zombi con el que convencer a sus peores enemigos en el Sur (sin resultados) y danzando de camino al hogar de su peor enemiga sin tener en cuenta la Flota de Hierro. Daenerys no parece Bismarck, desde luego.

La muerte del dragón y la espantosa diezma de los Inmaculados le han servido a Cersei para equilibrar las fuerzas y nadie puede decir que no nos esperábamos algo semejante, la desproporción era ridícula e insostenible. Lo que parece mucho más inteligente es su plan de invertir el punto fuerte de la estrategia con la que Tyrion convence a Daenerys de no arrasar de inmediato la capital en plan Luftwaffe: convertir al pueblo de Desembarco del Rey en una fuerza de choque que deponga a Cersei rebelándose contra el hambre de un largo asedio. Cersei va a convertir a esa misma gente en su escudo humano, incitando a Daenerys a que su lado Targaryen rompa de verdad las cadenas de su interior y haga lo que le pide el cuerpo hacer: quemar y destruir sin ningún miramiento.

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Cersei juega estupendamente bien sus cartas, de momento ya ha conseguido que Varys, el número tres ahora mismo de Daenerys, esté sin disimulo organizando un golpe palaciego. En la escena que aludía antes, descubre a Tyrion sus cartas: Varys es un tribuno de la plebe, sólo a la gente le debe lealtad, y por ella está dispuesto a hacer lo que haga falta, incluso a sacrificarse a sí mismo. Varys, que no puede amar por ser eunuco, entrega sin embargo su corazón al “pueblo”, un ideal abstracto a quien no obstante se esfuerza en caracterizar con rasgos particulares (padres que tienen derecho a alimentar a sus hijos, etc) para mover a compasión a Tyrion. Varys es un republicano en un mundo de reyes y dementes, es el único demócrata y quiere alcanzar ese estado ideal de cosas a través de un rey que no quiere reinar (Jon) y de un hombre atormentado en un callejón sin salida (Tyrion).

El enano recupera su altura pasada en un final contradictorio y aunque no sepamos qué hará en los dos episodios que restan, al menos es un consuelo no verlo más convertido en un monigote chistoso pegado al manto de su reina.

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Hay dos piezas sueltas en todo este tablero. Jaime y Bronn. Siempre que Bronn aparece en pantalla la serie mejora y como era de prever es un tipo únicamente fiel a sí mismo que dobla su apuesta jugando un peligroso juego con los hermanos Lannister. Jaime, en apariencia amortizado, no puede, como buen atormentado, conformarse con una vida por fin feliz en brazos del bien absoluto (Brienne) y como ser “odioso”, tal y como se describe a sí mismo, corre a encontrar la muerte al lado de la persona que lo ha hecho ser quien es. Bronn, Jaime y Arya. Los versos sueltos en el último acto.

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