La Larga noche

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Por Antonio Valderrama

Pues ya está. ¿Ya? Bueno, ya…y cuando el desenlace de Juego de Tronos caminaba con toda previsibilidad a una batalla final entre el Bien y el Mal con mucho ruido y mucha furia, con dragones y timbales y toda clase de efectos especiales y catástrofes humanas, resulta que nos encontramos La Batalla de Todos los Tiempos a mitad de la temporada. Con lo que todos los pronósticos al hoyo. El movimiento es muy arriesgado: tras siete temporadas cebando (a todos los niveles, el primero, mercadotécnico, publicitario) la cazoleta del choque cósmico entre la vida y la muerte al final tal combate es el preludio de una disputa puramente humana. Agónica, definitiva, pavorosa, eso sí. Pero humana, nada metafísica, nada sobrenatural: una lucha de poder entre gente que se odia, lo que ha sido siempre esta serie.

Que la apuesta salga cara o cruz dependerá de los tres capítulos que faltan. No resultará sencillo. No obstante las contradicciones argumentales, los arrepentimientos y los deus ex machina indisimulados, el capítulo, la Batalla de Invernalia, es, sobre todas las cosas, un disfrute cinematográfico sin igual no ya en la serie, sino en la Historia de la televisión. Como tal, entonces, hay que ponderarlo.

El capítulo comienza mostrándonos al espectador el miedo y la incertidumbre de los dos hombres a priori más vulnerables, los dos sénecas cuyos cerebros valen más que sus espadas, Sam y Tyrion: la cámara va desde abajo hasta arriba, se pone a la altura del enano, sube a las murallas, en fin, la realización técnica del episodio es trepidante y perfecta sencillamente porque nos identifica con los sentimientos de quienes afrontan el momento crítico de sus vidas.

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Clausewitz teorizó acerca de la niebla de la guerra y la verdad es que su plasmación fotográfica, sensitiva podríamos decir, por parte del director, es sensacional: estamos realmente dentro, estamos en una batalla. No hay gloria, ni épica, no hay nada bonito ni bello en el combate, ningún coro de ángeles susurrará canciones de amor a los caídos, la guerra es sucia, fea, grotesca, terrible, espantosa.

Sentimos la confusión y el miedo, no se ve una mierda, en ese sentido la fotografía del capítulo es sublime, sobre todo por la gradación cromática: es el infierno, un infierno donde la oscuridad va modulándose en tonos de plomo y de un dorado apocalíptico, colores terribles que conforman el fondo de un paisaje lleno de nieve sucia, de barro, de fuego y de sangre que parece fango. El espectador, en la batalla, no distingue quién es el bueno ni quién es el malo, y eso pasa con los dragones y con los soldados rasos, y eso es exactamente como Stendhal en La Cartuja de Parma o Tolstoi en Guerra y paz describen la experiencia bélica, una confusión increíble, una desorientación donde la muerte acecha a cada momento, por la espalda, por arriba, por abajo.

Aparece Melisandre, nuestra querida y bella Bruja Roja, igual que si fuera una aparición mariana, Lourdes en Invernalia. Viene a traer el fuego y la vida, lo sabemos desde el principio, también lo sabremos al final. Ella enciende las hoces afiladas de los dothrakis y da paso a una de las más sobrecogedoras escenas de toda la serie: la horda, la horda inabarcable y poderosa de los dothrakis, adentrándose en la noche con las facas al aire, haciendo temblar la tierra nevada con los cascos de sus caballos, acostumbrados al polvo seco de otras latitudes; el plano se aleja, lo vemos desde arriba, los dothrakis se expanden en una línea curva, un arco fabuloso de diminutos puntitos de luz incandescente que atraviesan la oscuridad, ¡y es un cometa atravesando las capas de la atmósfera, desintegrándose en su penetración furiosa dentro de la Tierra! Parece una escena del final de Gravity, un clip de la NASA captado desde la Estación Espacial Internacional.

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Tan hermoso era que la noche se los tragó, como se traga la Tierra los objetos que desde el cosmos intentan entrar en ella: la horda dothraki se fue desmenuzando abruptamente en la oscuridad, lejos de los ojos tanto nuestros como de sus camaradas en armas, que lo veían espantados desde las murallas de Invernalia, tragando más saliva que un torero a porta gayola.

A partir de ahí la batalla se desparrama en un apoteosis con varios clímax y los intermezzos en los que el combate se trasladaba dentro de la fortaleza, a la cripta, a las estrellas, al árbol de Bran. Era extraordinariamente complejo manejar los tiempos y narrar una batalla de tal magnitud, donde tantas líneas argumentales se entrecruzan pero lo cierto es que la lucha se dividió en varios niveles muy bien llevados por la dirección, de modo que el clímax se sostiene hasta el final sin agotamiento de sangre y vísceras y sin que sobre casi nada.

Jon y Daenerys empiezan a sobrevolar el campo de batalla haciendo pasadas como la aviación rusa con los yihadistas en Siria; el choque entre Inmaculados, caballeros de Poniente en general, restos de la Guardia de la Noche y héroes diversos se torna violentamente en un cuadro de El Bosco y el repliegue intramuros de Invernalia nos deja la pregunta -sin respuesta- de si no habría sido mejor decisión, desde un punto de vista puramente táctico, esperar parapetado tras los lienzos de la muralla y la trinchera de fuego. Naturalmente es una pregunta que además de no tener respuesta es una tontería puesto que esto es un show y el show requería elecciones estratégicas deplorables de buenos y de malos para que la cosa tenga salsa y no una partida de Risk carísima y televisada.

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El Rey de la Noche demuestra ser un auténtico Napoleón del Mal, arroja sobre la atmósfera una cortina de aguanieve que ciega a los dragones y desubica a Jon y Daenerys, que se pasan un cuarto de hora decisivo dándose chocazos dentro de la tormenta. Los Inmaculados se sacrifican mientras tanto para salvar la desbandada (siempre un pelotón de soldados acaba salvando la civilización) y Melisandre activa in extremis el dispositivo de emergencia, la gran parrilla que cerca Invernalia deteniendo a los insaciables zombies. Se produce entonces el mejor (por inteligente) diálogo del episodio: Tyrion quiere salir de la cripta, lo come el ansia por hacer algo útil, y Sansa, el mejor personaje femenino de la serie sin lugar a dudas, le para los pies con una finta finísima de una profundidad filosófica. “Lo más heroico que podemos hacer ahora mismo es mirar la verdad a la cara”.

El General Invierno aprovecha la pausa para avanzar el jaque a Invernalia: su ejército, por fin, hace uso de su superioridad numérica aplastante y construye un vado hecho de carne podrida con el que atravesar la trinchera de fuego. Se desata ya el apocalipsis absoluto. Si alguien se quiere imaginar alguna vez cómo sería el infierno, no ya bíblico, sino la representación gráfica del fin del mundo, que no se esfuerce: en este capítulo lo han conseguido, todo es, absolutamente todo, un vórtice angustioso, los jinetes del Apocalispsis succionando todo rastro de vida humana y de esperanza.

Se suceden unos planos de una belleza espeluznante, comparables a la cabalgada atmosférica de los dothrakis: los tres dragones, los buenos y el malo, se enzarzan en la pelea que habíamos estado esperando desde el rejonazo de hielo de hace un año y medio; entonces se alzan sobre las nubes, dragones sobre el techo del mundo, a la luz de la luna, con ella como única testigo del duelo caníbal entre el Bien y el Mal. Un momento de calma, una tregua. La luna mira. Los dragones se lanzan en picado otra vez, rompen las nubes.

La cámara vuelve a la degollina terrestre y nos encontramos al Perro paralizado en una esquina del adarve en llamas: tiene miedo. Un tipo completamente rudo, violento, insensible, tosco, huraño, irascible, bruto, feroz, hiperventila ante el espectáculo dantesco de la carnicería: así nos muestran los creadores de la serie el calibre del acontecimiento.

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De esa parálisis crítica sólo lo saca curiosamente ver a Arya en peligro: los viejos y queridos enemigos están unidos por un lazo muy fuerte y esta circularidad en los binomios se repite como una constante a lo largo del capítulo, como si quisieran cerrar este gran viaje de ocho años dejando que cada uno de los protagonistas mire cara a cara a su destino acompañado de su camarada sentimentalmente más próximo, con quienes vivieron experiencias traumáticas en las que forjaron lazos extraños y contradictorios, pero indestructibles: Daenerys y ser Jorah, Tyrion y Sansa, Theon y Bran, Arya y El Perro.

Jon, en este marco, curiosamente, está solo, el fin del mundo lo agarra sin dragón, sin reina, sin reino, sin nada, con el mundo patas arriba y frente a frente con un dragón zombie, probablemente una metáfora de su huidizo sino como príncipe sin corona, sin identidad, sin familia. Esto es, sí, lo que llevábamos tanto tiempo esperando. La pequeña Mormont muere matando, no podía ser de otro modo, una muerte lírica y cruda, un arrebato de épica, puede que el único en una masacre muy, muy sucia, despojada de todo artificio.

Hasta el final, claro.

La secuencia en la que Arya se refugia en las galerías y en los salones con varios muertos olisqueándola y juega con ellos una danza del escondite macabra como los protagonistas de Jurassic Park en la escena legendaria de los velociraptores en el laboratorio. Se combate en el cielo y en el subsuelo, se combate en espacios inmensos como la llanura o el campo algodonoso de las nubes y también en laberintos sofocantes y en cementerios subterráneos. No hay escondite que valga para esta noche oscura, pero ese es el gran acierto del capítulo, acierto en alguna medida empañado por la resolución final.

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Pero no nos adelantemos: todavía faltan algunas imágenes inolvidables de puro simbolismo, como la de Beric el pirata dándole tiempo a Arya y al Perro de huir pasillo adelante crucificándose como Jesucristo y sirviendo de pasto y carnaza para los zombis, o la pavorosa resistencia del Rey de la Noche al fuego: ¡eso fue Terminator! Ahora bien, ¿nos han explicado por qué este hombre, a diferencia del resto de su ejército de muertos vivientes, resiste el fuego? Quizá lo hayan hecho, en ese caso la falta es imputable al que escribe estas líneas, en todo caso si lo dijeron debieron haberlo recordado de algún modo: no está bien hurtarle información al espectador.

Los pretorianos del Rey de la Noche entran por las puertas abiertas de Invernalia con un fondo ígneo y todo parece de pronto un videoclip de algún grupo de Death Metal. El último truco de este genio maligno es desmoralizador: multiplica su ejército resucitando a las bajas de su adversario, la cosa está bien jodida.

Sansa y Tyrion se despiden sin decirse nada y es un diálogo mudo soberbio entre dos actores formidables, dos almas que se reconocen una a la otra y que dan las gracias por el turbulento tiempo vivido juntos justo cuando se va a terminar la historia, chimpún, el último lingotazo a la botella, Daenerys por los suelos, sin dragones, uno descarrilado como un tren en la nieve, el otro como Gulliver plagado de chinches que lo devoran, Jon en la inopia, el ritornello agónico de la música anunciando el martirio final de Theon (otro que se redime, muy emotivamente, muy bien hecho: los hermanos Stark ante el abismo, cada uno mirando por los demás, después de haber atravesado, cada uno a su manera, el infierno, para regresar al punto de partida, como le recuerda Bran a Theon en su despedida). De pronto, el fin: ganan los buenos.

El Deus ex machina de Arya haciendo el salto de la fe de Ezio Auditore sobre el Rey de la Noche y matándolo de una puñalada en el bajo vientre culmina en muy alto una hora y media de verdadero cine. Ahora bien: el recurso, fácil, parecía inevitable desde el momento en el que se decidió que el Rey de la Noche era una máquina de matar y destruir prácticamente perfecta. Sólo quedaban dos salidas: o ganaba la guerra (un final antiDisney improbable para una serie de masas architaquillera) o caía de un modo parecido a éste.

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La última poesía visual, el amanecer rompiendo la noche mientras Melissandre, cumplido su fatídico trabajo, muere, contrapone el poder sobrenatural de la luz (esa deidad aparentemente paralela al olimpo de los dioses de Poniente) al de la noche y queda estupendamente pero durante siete temporadas, si éste iba a ser el broche, debieron explicarnos mucho mejor la naturaleza tanto de un poder, el bueno, como del otro, el malo.

Sin embargo, la hondura de ambas capacidades omnipotentes y sobrehumanas sólo se nos han descrito ambiguamente, a través de extraños flashbacks o mediante profecías confusas. Queda también la sombra sobre el vínculo entre este señor lumínico redentor, en la persona de la Bruja Roja, y Arya: “¿qué se le dice al dios de la muerte?” Es un recurso extraordinariamente épico pero que disminuye la potencia icónica de la hora anterior, una hora en la que parecíamos estar viendo El triunfo de la Muerte de Brueghel el Viejo cobrar vida ante nuestros ojos.

Como decía al principio, la increíble y nunca decreciente expectación que ha generado esta serie desde su comienzo se ha apoyado prioritariamente en la promesa de una batalla crudelísima entre la vida y la muerte. Esa batalla se ha dado, pero detrás de la cortina había más cosas: ¿estamos ante el mcguffin más poderoso, caro, sobredimensionado de la historia de la cultura popular, por encima incluso del final de Lost? Lo decidirá el desenlace real, se verá en los tres capítulos que restan.

Tres capítulos en los que el papel de Jon, en realidad, parece amortizado: no es el último hombre sobre la faz de la tierra que termina con el Anticristo (ha sido Arya) y en el combate definitivo por el trono su papel se augura secundario puesto que, abundando en la línea feminista de la serie, la corona será disputada a muerte por dos reinas, dos mujeres fuertes, decididas, hechas a sí mismas a través del sufrimiento y la muerte. ¿Dónde queda Jon, el bastardo que creció soñando con ser un Stark, el Targaryen que nunca dejará de ser un bastardo? Puede que este all in terminal de Juego de Tronos pase por cargárselo y reforzar la apuesta. Quién sabe. La serie se ha ido simplificando a medida que su éxito se disparaba hasta convertirse en un fenómeno, tanto que ya ha escapado a su propia lógica interna.