Las Campanas

Por Antonio Valderrama

Hace tres años vi Los nibelungos, la gran película muda de Fritz Lang. Se estrenó en 1924 y en realidad se compone de dos partes: La muerte de Sigfrido y La venganza de Krimilda. Me impactó tanto que anoté en mi blog:

“Una princesa rubia se desposa con un rey bárbaro, extranjero, feroz, exótico, salvaje, y se convierte en reina. Tiene una gran afrenta que vengar. Acepta ser dada en matrimonio al caudillo de un pueblo nómada y devastador con tal de embridar su terrible poder destructivo y hacerle levantar la espada contra sus enemigos. Hechiza a su nuevo dueño; también a su nuevo pueblo, con el sortilegio de su pelo dorado, de su carne blanca y de sus ojos de brujería capaces de sostener por sí mismos dos horas y media de película muda, e incluso más. Ha de recuperar el reino de sus padres y saldar una deuda de sangre que ha hecho de ella no una mujer, no un ser humano, sino un instrumento ciego del destino, sin emociones, sin empatía. No es la Khaleesi sino la Hamlet cinética de un genio alemán.

Tampoco es Emilia Clarke. Es Krimilda, la princesa burgunda, reina de los Hunos, esposa de Atila, la prodigiosa creación de Fritz Lang. Tenía que haber un dragón, naturalmente, para que la correlación posterior que George RR Martin establecería con su subtrama Daenerys décadas después cuadrase el círculo. También hay un matarreyes, Hagen Tronje, pretoriano del rey Günther de Burgundia, el hermano de Krimilda, quien le da su hermana en matrimonio a Sigfrido luego de que éste conquistase por él a la reina de Islandia Brunilda. Pero Brunilda es una Lady Macbeth con rasgos de la monarca amazona Talestris, y Günther es débil, indolente, pusilánime.

Se deja engañar por Brunilda y convencer por Hagen Tronje. La catástrofe se cierne sobre Sigfrido dándole lugar a Lang para una magistral exhibición de las fascinantes escenografías del expresionismo alemán: simetría, una estética que parece sacada de un mosaico bizantino de Rávena; contraste lumínico, juego permanente de luces y sombras, oposición entre las figuras empequeñecidas de los individuos y los inmensos espacios hostiles que siempre se abalanzan sobre el desdichado humano, como lo hace el fatum, el destino. Se transforma entonces Krimilda, mutando de joven naïf, sumisa, dócil y asustadiza, en ser ajeno a la terrenalidad de las cosas. De niña, a verdugo. De Atila sólo quiere su músculo, el filo de su espada foránea. El mítico rey huno, ferocísimo, que tenía al mundo por su yegua, dobla manso sus rodillas de enamorado ante su reina, la hembra blanca. Pero a su khal, Krimilda le da un hijo que muere, como en la novela-río de Martin. Porque Krimilda es yerma, infecunda física y moralmente: no puede dar vida, no puede amar, sólo puede matar.

La película se estrenó en plena recesión económica y moral de los alemanes. Los Nibelungos habían causado una sensación extraordinaria en la opinión pública alemana: la última escena, con el palacio de Atila en llamas devorando a los irreductibles burgundios mientras el Volker, el cantor de la corte de Günther, tocaba por última vez, debieron impactar sobremanera en un público receptivo. Lang huyó a América, a donde se llevó consigo su genio. De América regresaría, en un siglo nuevo, Krimilda, convertida en Daenerys de la Tormenta, heredera de un linaje devorado por la desgracia. Con las mismas trenzas, con el mismo hábito oscuro, con la misma inexpresividad facial, con su mismo aura incontenible y hasta con el mismo margrave Rüdiger, bautizado en Poniente como Ser Jorah Mormont”.

En realidad, ¡siempre estuvo ahí! Este final, esta última estación del tren de Daenerys de la Tormenta, formaba parte de ella desde el principio, estaba inscrito en su código genético desde que su presentación en la primera temporada configuró el porvenir del personaje: el arco narrativo de la Khaleesi no podía tener otro cierre. Sin embargo es evidente que a la evolución terminal del personaje le han faltado dos, quizá tres temporadas más: a la construcción de la definitiva pugna entre los dos Targaryen incestuosos, enamorados y enemigos.

No es de recibo que en dos capítulos Daenerys haya pasado de ser una Emperatriz del Bien comprometida con el futuro y salvación de la Humanidad a esta máquina de matar sin empatía. No ha habido tiempo para ello, ni para casi nada en una serie empeñada en cerrarse a la ligera. No obstante el capítulo, en la lógica nueva que domina la saga desde el principio de la séptima temporada, o sea, la lógica hollywoodiense del vértigo, la simplificación, el reduccionismo maximalista de la trama y el espectáculo como fin en sí mismo, ha sido prácticamente perfecto, redondo y espectacular, anclado en las líneas maestras de la serie y visualmente, como es costumbre, una maravilla.

Si yo fuera profesor y mañana tuviera que explicarle a mis alumnos qué es el despotismo ilustrado utilizaría este capítulo como apoyo visual: todo para el pueblo pero sin el pueblo, en sentido estricto. La puesta en escena de Daenerys en este episodio es la del cuadro de Iliá Repyn en donde se ve a Iván el Terrible con el cuerpo ensangrentado de su hijo, al que acaba de matar. Ha pasado dos días encerrada en su torre de marfil y ya no viste de blanco: se acabó la pureza, se acabó la inocencia, la bondad. Ahora va de negro. Todo es negro en la estancia, Rocadragón aparece envuelta en una oscuridad tenebrosa. Es una reina en penumbras que se acerca al precipicio de la locura, rodeada de sospechas y de fantasmas, presa ya por completo de la manía persecutoria; su aspecto es macilento, no come, no duerme, desgreñada y despeinada sus ojos están enrojecidos y su última conversación con Jon es terrible, desgarradora.

Helen Sloan / HBO
Helen Sloan / HBO

No sé si la frialdad de Jon forma parte de la exigencia del guión o es que el actor, de verdad, es incapaz de transmitir; lo cierto es que esa gelidez rompe por fin el hechizo de amor entre ambos. El capítulo es aún más oscuro que La larga noche, al menos en su inicio; una noche larga se ha abatido definitivamente sobre la reina que traía la luz y el calor (incluso geográficamente, Daenerys ha simbolizado siempre esto, se hizo a sí misma en tierras cálidas y exuberantes que contrastaban con la fría sequedad de Poniente y el tono mate de sus salones y palacios, sin alma) y su pasión por Jon se ha envenenado. Si algo nos ha enseñado la literatura es que una mujer poderosa envenenada por un amor frustrado por el Destino es un auténtico huracán que arrambla con todo, capaz de la violencia más inaudita.

En ella se ha juntado todo: la distancia de Jon (forzada, artificial, un agujero más de un guión apresuradísimo, tanto el amor, igual de vertiginoso, como el desamor y ruptura, entre Jon y Daenerys, necesitaría de al menos una temporada completa, una temporada de paciente costura, ya nada de eso es posible, hemos de lamentarnos) provocada por la cuestión dinástica, que ha destruido el amor que vino a salvar el mundo y va a terminar acabando con él; las intrigas políticas que el recelo norteño ha visto aumentadas y legitimadas por la identidad Targaryen de Nieve, las sucesivas muertes de personajes emocionalmente claves en el equilibrio mental de la reina, en fin, un cúmulo extraordinario de circunstancias que han confluido para arrojar a la reina rubia en un pozo de desesperanza y de odio.

La Madre de Dragones ha venido a Poniente a traer un mundo nuevo y bueno pero ha caído en la trampa de los grandes tiranos de la Historia: desatar el mal absoluto sobre el lugar y sobre los habitantes que habrían de recibir el paraíso del Bien total prometido, una lógica que es la de Lenin en 1917. Matar, matar, matar y matar hasta limpiar el mundo antiguo y aniquilarlo, que quede todo bien reluciente, hacer tabla rasa de lo viejo y levantar lo nuevo sobre la tierra llena de sangre de los que debían morir para que esa reeducación masiva y forzosa fuera posible. Ya no son dignos, en la cabeza de Daenerys, del amo y de la libertad (tutelada, por supuesto, faltaría más) que ella les iba a traer: los habitantes de Desembarco han de perecer porque “aquí no tengo amor, sólo miedo. Sea el miedo”, como le dice a Nieve. Está sentada encima del mundo con una lata de gasolina, fumándose un cigarro.

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La traición, muy mal pergeñada por el que siempre creímos Talleyrand del mal, Varys, la eminencia gris, el hombre que todo lo sabía y todo lo preveía, le da una excusa, bastante endeble por cierto, para desatar la aniquilación. Varys se nos aparece conspirando abiertamente desde su aposento en Rocadragón, usando a los niños de la cocina sin disimulo para envenenar a su reina, confesándose descaradamente en la playa ante Jon Nieve, obligándole poco menos que a aceptar el trono por obligación forzado por el hecho consumado de una muerte de Daenerys.

Es todo espantosamente cutre, como su propia ejecución: Daenerys ya no se guarda de aparentar ninguna formalidad, ejecuta a Varys en cinco minutos, sin cargos (siquiera inventados, Stalin al menos se tomaba la molestia de orquestar juicios-farsa recolectando cientos de pruebas y testimonios inventados) ni nada mínimamente sujeto a “derecho”. Es lo peor del capítulo sin ninguna duda, un final gris, inane, no hay grandeza, no hay nada, es demasiado poco para un personaje misterioso y fascinante que en una o dos temporadas más habría jugado un papel muy interesante en el paulatino descenso a los infiernos de Daenerys, maquinando en la sombra con delicadeza, urdiendo, enhebrando los hilos de la soga y colocándola en silencio sobre la cabeza de la reina. En fin, esto es pura especulación, nunca lo sabremos.

Toda esta caída abrupta de Daenerys al fango de la locura (genética, no lo olvidemos) se consuma al menos con belleza fotográfica: entre la oscuridad ya comentada y un fuego que es siempre una amenaza. La línea pictórica se mantiene con la extraña sucesión de fotogramas Lannister, no salimos de los cuadros de La Tour cuando Tyrion por fin elige bando, o es un decir: en su desesperada situación descubre a Varys, pero incluso esa conversación carece de fuerza dramática, el pequeño gran hombre aparece vencido, se vuelve a engañar creyendo haberle sacado a la reina su aprobación a un plan que, en su parálisis mental (impropia de un personaje de su talla, otro fruto amargo más de la nueva lógica interna de la serie) no puede ver como lo que es, un disparate que además pone su cabeza en la picota.

La idea de Tyrion sirve como excelente pretexto para cerrar el arco narrativo de su hermano; Jaime, que parecía haber recobrado la dignidad en una bella redención norteña, es cómplice ahora de la maquinación impregnada de buenismo (y carente por completo de pragmático maquiavelismo, es decir, de lo que había sido Tyrion siempre) y tiene la excusa adecuada para entrar en Desembarco del Rey antes de la batalla.

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A partir de aquí casi nada de lo que le ocurre a Jaime tiene ningún sentido, tan sólo su muerte, y es ésta parte de una composición más poética que otra cosa: un hermoso trazo lírico y profundamente trágico que es probablemente el final más bonito de todos los enamoramientos y vínculos sentimentales de Juego de Tronos. Pero no nos adelantemos todavía.

Vemos al Perro y a Arya atravesar las líneas de vigilancia Lannister como el que come pipas. Son dos assassins entrando en Desembarco igual que entra Jaime después de que le cierren la puerta en la cara: porque sí, porque tienen que entrar, la necesidad del guión lo hace urgente y no hay más que hablar, este tipo de cosas son terribles para la credibilidad de la historia porque huelen demasiado, apestan a truco de mago malo. No obstante pronto vemos a Cersei erguida, orgullosa, insolente, en lo alto de la Fortaleza Roja. Ha cambiado la fotografía, es de día, la luz ha roto el embrujo de oscuridad y fuego de pesadilla de Rocadragón.

En esa escena cristaliza otro de los volantazos de la serie, Cersei ha logrado traspasarle a Daenerys su condición, al menos en apariencia, de reina desquiciada que está dispuesta a morir matando y a ver el mundo arder; es la leona Lannister, por fin, la que parece tener todos los recursos, el control y también la razón, la seguridad en sí misma. Vemos la flota de Hierro desplegándose en la bahía, vemos las ballestas matadragones, vemos que su plan ha funcionado, tiene a la Targaryen desequilibrada y arrinconada, con su propio campo interno dividido: ¿ha vencido? Bueno, es un breve espejismo. Drogon lo pone todo por llano en menos del tiempo que tardamos en darnos cuenta del engaño.

Helen Sloan / HBO
Helen Sloan / HBO

Uno sabe que esto es televisión y no estrategia militar elemental, que es un show archifamoso en todo el mundo y que por lo tanto las batallas, los encuentros bélicos, en tierra, mar y aire, siguen sus propias reglas, que no son las de Tucídides ni las de Clausewitz, sino las del espectáculo cinematográfico. Pero también uno se pregunta por qué resultó tan sencillo matar al dragón en el episodio inmediatamente anterior si a poco que Daenerys se centre es capaz de borrar Desembarco del Rey de la faz de la tierra. Daenerys derrama la olla de fuego que le tiró Khal Drogo a su hermano en la cabeza, sobre la capital, multiplicada por mil.

El ejército Lannister depone sus armas por intimidación: primera bofetada de realpolitik para el antaño genio de la lámpara Tyrion. Luego llega, naturalmente, lo que se preveía: Daenerys, con la victoria ya en la mano, no se conforma, se transforma en su padre, es el Rey Loco que ha resucitado y encima de su increíble animal de destrucción baña con la muerte a civiles, amigos y enemigos. No distingue, no puede distinguir. ¿Acaso tiene razones para hacerlo, a estas alturas? ¿Quién puede reprochárselo?

La serie la ha enfrentado con Jon en dos días, lo ha hecho a machamartillo, sin transición, sin épica; pues bien, la épica la ha puesto ella. Es la gran actuación de Emilia Clarke, la actuación más esplendorosa de una actriz a menudo inexpresiva, ñoña incluso, que pocas veces logró transmitir las sensaciones imposibles de desentrañar que debe transmitir una mujer que quiere conquistar el mundo y que lo lleva haciendo durante ocho años con la vida y la justicia en una mano y con la cólera y el exterminio en la otra.

Ella es la épica: es la épica de la oscuridad, y es hermosa, mucho más hermosa y más atractiva que la confusa, vaga y estúpida reacción paniaguada de pretendida sorpresa horrorizada de Nieve ante la masacre. Es una sorpresa que no se la cree nadie porque la sandía se ha adelantado al tallo narrativo y ha forzado conclusiones meteóricas que precisaban de mucha urdimbre y de mucha tramoya. Que necesitaba en una palabra, tiempo. Tiempo para desarrollar la deriva de Daenerys hacia la locura genética de los Targeryen, tiempo para desarrollar la conspiración de Varys, la terrible situación sin salida de Tyrion, la asunción de Jon de su nueva y verdadera identidad. Tiempo para que todo fraguara.

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El verdadero fin del mundo lo han traído “los buenos”, no los Caminantes Blancos, esta es la gran consideración política de este capítulo, en términos generales. Daenerys deja Desembarco del Rey como los aliados Dresde, ella que era la portadora del Bien y de la Bondad universales, la rompedora de cadenas. Pero como digo es imposible reprochárselo: Daenerys ha sido arrinconada con descaro en una esquina de Invernalia mientras los Stark se aprovechaban de la fuerza incomparable que ella puso generosamente a su disposición para salvar el Norte de la gran catástrofe zombi; es una mujer que ha vencido sobre sus enemigos conteniéndose casi siempre de expresar en su brutal amplitud la fuerza que le ha sido dada por las circunstancias (dragones, Inmaculados, dothrakis) y abocada a explicaciones interminables acerca de la legitimidad de su poder.

Bien: se acabó. Ya no quiere ser amada y ha descubierto que no lo necesita. Quizá Jon, Aegon Targaryen, merezca por nacimiento, más que ella, el Trono de Hierro, pero ella lo merece porque le ha costado, literalmente, todo: ha sacrificado su vida, sus ambiciones personales, ha sufrido padecimientos terroríficos, ha sido vendida, mercadeada, ha soportado humillaciones y luego ha entendido la prioridad de una lucha global por la que ha postergado su propia lucha personal. Cuando todo esto ha sucedido se ha encontrado rechazada por un oscuro recelo casi xenófobo (¡las cosas de la gente del Norte, que no se fían de los forasteros, ya sabes cómo son!) y con una increíble concatenación de revelaciones que han colocado a un hombre sin personalidad justo encima del trono a través del cual ella se ha explicado a sí misma desde el primer minuto de esta serie.

Jon Nieve, por si fuera poco, es tan insulso que ni siquiera tiene la ambición de alargar la mano y recoger lo que es suyo por linaje. Es decir, si al menos se comportara como es natural que se comporten los personajes poderosos de Juego de Tronos y escupa sobre sus propias palabras, anhelando el poder absoluto y empujando a Daenerys al basurero de la Historia, su empeño tendría una lógica, estaría justificado, sería entendible. O si al menos, ¡la amara, se entregara todo él!

Al contrario, no quiere reinar pero tampoco quiere amar, está incapacitado para amar a Daenerys y para asumir una grave responsabilidad de gobierno (nunca quiso ser el rey en el Norte e hincó la rodilla ante una reina más fuerte en cuanto pudo; entonces tuvo la excusa de la gran amenaza zombi, ahora ya no tiene ninguna); es un perro del hortelano precisamente cuando ella sólo le pide agarrarse a la tabla de supervivencia universal que es el amor en el momento más delicado para ella. ¿Qué justificación tiene Jon para no hacerlo, para no amarla? No es el trono, ¡lo ha dicho mil veces! Jon es el culpable, si se puede particularizar en alguien, de la definitiva pérdida de pie de la emperatriz rubia.

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Ahora Jon sin embargo va a tener la excusa ideal para matar a Daenerys “por justicia”, cuando en realidad es él mismo quien debería marcharse muy lejos de allí, esconderse con los salvajes más allá del Muro, disolver su identidad vacía en el anonimato del pueblo errante. La Historia pocas veces ha premiado a quien se queda en medio, a quien nada entre dos aguas. Estuvieron a punto de matarlo en mitad de la refriega cuando mandó parar la carga estupefacto ante la carnicería de unos enemigos que se habían rendido, y luego por poco no muere ridículamente a manos de uno de sus propios soldados, insubordinado y cegado por el deseo de violar y saquear.

Cuando los guionistas hicieron el all in tras La larga noche escribí aquí que todo dependería del desenlace de la batalla entre las reinas: pues bien, ahora todo está en cómo se resuelva el conflicto entre Daenerys y Jon. Las perspectivas no son buenas. La HBO ha asumido un gran riesgo mostrándonos en una hora y pico de máxima audiencia el espectáculo de una mujer libre, en el sentido extenso de la palabra, libre y fuerte, cobrándole al mundo todas las deudas pendientes, las suyas y las de su familia, desinhibiendose de cualquier escrúpulo o atadura moral. El espectáculo de la venganza y del derecho de conquista.

Hay que aplaudirles por ello, pero me temo que tendrá un coste, y ese coste empiezo a intuirlo en la forma en que Arya sobrevive a la catástrofe, concentrándose en ella todo el dolor del pueblo masacrado (una especie de dolor colectivo y antiguo, de todos los pueblos que han sufrido las consecuencias de las guerras en el mundo, personificado en todos y cada uno de los niños que, plano a plano, se nos muestran aniquilados o perdidos entre la destrucción de la ciudad) y en el contraste entre ese extraño y bello caballo blanco que la saca de las ruinas al final, animal hermoso y pacífico, y el implacable, soberbio, formidable Drogon, que sigue pasando una y otra vez por encima de las cabezas impotentes de la gente, matando, matando, matando.

Se cumplen las dos imágenes proféticas, el flash-back del Rey Loco gritando desde su trono “¡quemadlos a todos!” y la del flash-forward de Bran, aquel en el que entrevió la sombra de un dragón sobrevolando los tejados colorados de Desembarco del Rey.

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Decía antes que el final de Jaime y de Cersei es el más hermoso de todos los finales que han tenido los enamorados en esta serie. Me lo parece de verdad. Mientras dos hermanos, los Clegane, se matan a la vez que se derrumba la fortaleza roja, es decir, el mundo, ese mismo mundo destruido cae sobre Cersei, que se encuentra con el amor de su vida en un último abrazo desgarrado.

Es la historia de amor más cruda de Juego de Tronos, la más polémica, abrasadora, que acaba de la forma más romántica, con un hombre moribundo protegiendo, inútilmente, del colapso del castillo a su amada, a la que ha ido a buscar en un último gesto caballeresco, después de sobrevivir a una incomprensible pelea con Euron (un duelo que de verdad no se entiende más que como despedida forzada y heroica de un tipo irritante e histriónico, sin fuerza real en la guerra a la hora de la verdad). Jaime acude con Cersei a la gruta donde mueren aplastados junto a los restos de viejos dragones fosilizados, aplastados por la fuerza incontrolable del último dragón vivo.

El Perro se despide de la serie con un gesto asombrosamente tierno hacia Arya: no seas como yo, vive, no mueras, porque el odio es la muerte. Luego él mismo muere como John Wayne en algún western de John Ford, muere incapaz de derrotar a lo sobrenatural, que se le aparece en la forma de su hermano. Es una gigantomaquia lo que vemos mientras Drogon le quita el techo al ring en el que los dos pelean. Enormes bolas de piedra se desprenden a su alrededor, los titanes permanecen impasibles, destruyéndose: acaso alguien con más poesía pudiera sacar de este combate una metáfora sobre la vida humana en la Tierra. Con dos Clegane el Rey de la Noche habría conquistado Poniente en una temporada, qué duda puede caber sobre ello.

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El Rey de la Noche ha sido derrotado pero Desembarco del Rey termina como Invernalia, con sus imponentes heridas enterradas bajo montañas de lo que parece nieve, pero es ceniza. Es como si Arya, al final, abandonara el campo de batalla del Norte, como si nos quisieran decir: que hubiera ganado el rey de los muertos a lo mejor no habría sido tan mala idea después de todo, porque mira lo que se hacen los vivos a sí mismo. Sospecho que es imposible que Daenerys termine la serie ganando. El actual espíritu del tiempo no permite la victoria de un individuo cuya moral es puramente nietzscheana, la del más fuerte.

Daenerys es la más fuerte, no hay ninguna duda de eso. Su decisión enfrenta a millones de espectadores occidentales, criados en la superabundancia y en la inocuidad (bendita) de un sistema socioeconómico esterilizado, ante la realidad bruta y basta, con be, de la vida: para hacer tortillas hay que romper huevos y el poder sólo puede alcanzarlo quien lo desea a toda costa; un animal acosado es el más peligroso de todos; y no hay código moral que sobreviva al ansia humanísima de conquistar y dominar a los demás: el público millennial ha descubierto que no sólo los gatos son animales territoriales, el más territorial de todos es el hombre. El territorio ha de defenderse cueste lo que cueste, y en la larga historia del poder entre los hombres, la mera sospecha de traición equivale a una certeza de traición. Daenerys se ha sentido traicionada, da lo mismo que lo haya sido de verdad por Jon, o no. Ha respondido como responden quienes han escrito siempre la Historia.

Daenerys ha jugado al juego con unas reglas que no son ni masculinas ni femeninas: son las que son, iguales para todos, pero ella tenía las mejores cartas. ¿Qué ha sido siempre el pueblo en esta serie? Tan sólo un recurso, un recurso de quienes tenían peores cartas que ella, un recurso para disuadirla de ejercer a fondo su poder: como decía Nietzsche del cristianismo, que era la religión de los más débiles, hecha por los más débiles para paralizar al más fuerte. Daenerys ha trascendido a todo eso, se ha puesto por encima de la moral. Jon ahora queda en pie únicamente como depositario de un ambiguo y artificial sentido de la ética, del honor de los inocentes, del clamor de las víctimas pidiendo venganza desde el más allá; verlo sentado en el trono de Poniente será ver sentado en el poder a lo políticamente correcto y es razonable esperarlo, pero yo hoy quiero brindar por Daenerys, Daenerys de la Tormenta.

Daenerys