El segundo capítulo se llama Caballero de los Siete Reinos pero es un gran y rotundo alegato feminista. Es otras cosas también, naturalmente. Es una emoción sostenida, un lento pero constante in crescendo, fotogramas de una víspera, pero una serie que desde el principio se ha caracterizado por una reivindicación sistemática de la mujer (de la mujer madre, de la mujer esposa, de la mujer princesa, de la mujer reina, de la mujer guerrera e intrigante, de la mujer en el sentido más amplio y lato de la experiencia humana) dentro del brutal rompecabezas de la lucha por el poder en Poniente necesitaba una especie de broche como éste. Lo tiene.

Caballero de los Siete Reinos
Por Antonio Valderrama

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Caballero de los Siete Reinos tiene un nombre masculino pero un protagonismo eminentemente femenino y ese es quizá el epítome perfecto de una historia, Juego de Tronos, tan compleja como el mundo, tan contradictoria y llena de ángulos muertos como es posible imaginar en un universo donde tantas personalidades distintas combaten a muerte por dominar unas sobre otras.

El capítulo transcurre íntegramente en Invernalia, como no podía ser de otro modo porque es ahí donde se está partiendo el gran bacalao que llevamos esperando ocho años. A pesar del ritmo acelerado y de las notas forzadas que parece haber recibido del primero, este episodio se va sin embargo atemperando siempre por lo emocional. No se oyen tanto los crujidos de la trama, amoldada a martillazos, entre las conversaciones interesantes e intensas de unos personajes que se llevan casi una hora dando vueltas sobre un oscuro agujero negro que está dentro de sus almas: la muerte. Lo explicitan Arya y Gendry en el diálogo en torno a la forja y la jabalina especial: es la muerte, que “ni huele, ni sabe” como contesta el Baratheon, y que “tiene muchas caras” como replica la Stark ninja.

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Es la muerte, todos sienten su presencia, es un olor terrible que casi se puede tocar, que se materializa físicamente dentro de las murallas, en los salones, entre las almenas, en los patios de la fortaleza. Huele a muerte, como olía el banderillero de Joselito. Cada uno se va preparando como mejor puede o sabe o le dejan: Jaime alcanza el paraíso definitivo tras sus temporadas de dura redención; Brienne logra por fin el reconocimiento, el respeto y la consideración de los guerreros que la acompañarán en la batalla final y que ahora, ya, la tratan como a un igual; Tyrion, tocando fondo, desacreditada en apariencia su inteligencia y su astucia, se regocija juntando a la fiera compaña de batalladores junto a un fuego y una jarra de vino, hablando con cinismo y distanciamiento del destino oscuro que a todos los espera.

Es, en ese sentido, un capítulo profundamente humano, una extravagancia filosófica tratándose como se trata no ya de una serie de éxito en 2019 sino de la serie más seguida de la Historia de la televisión, de un fenómeno comercial y cultural. ¿Quién se iba a pensar que la HBO iba a dedicarle una hora de las últimas seis de su gallina de los huevos de oro a una aproximación espiritual al misterio de la muerte, que le iba a enseñar algo así a la legión de fans millenials hijos de lo instantáneo y de lo ligero, del mundo entero? Es, sin duda, muy digno de elogio y de mención, así que conste aquí en acta.

Jaime alcanza su horizonte de redención, decía arriba, apresuradamente: se le presenta ante la Madre de Dragones, regresan los fantasmas de su pasado, se yergue abandonado, destruido y avejentado ante los reproches fatales de Starks y Targaryens pero de pronto emergen también los espíritus benignos que las buenas acciones de sus últimas temporadas han ido convocando para este momento decisivo. Y en efecto, lo salvan. ¡Pues claro! El destino de Jaime seguramente sea la muerte, pero no una muerte mezquina, colgado de una viga de madera ante la chanza de media Invernalia. No se puede decir que su trayectoria como hombre de honor que pretendió reparar toda una vida de arrogancia y crimen no se mereciera un final así. Bien está, su descenso a los infiernos ha concluido y al final de la escalera estaba lady Brienne esperándolo con un candil y una espada: su última oportunidad.

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Resultó de gran interés la conversación entre Bran y él. Bran, por supuesto, dejó clara, por si había dudas, su ya definitiva condición extraterrena, su naturaleza de ser que no es de este mundo: despejando la duda de la venganza, hay en él no obstante una nota última de humanidad, y curiosamente no es el odio, sino el amor, que conduce al perdón. “Las cosas que se hacen por amor…” le murmura misterioso a Jaime. La lucha contra la aniquilación total soslaya el pasado, nada importa de todo aquello, que es lejanísimo.

Ha pasado tanto tiempo que por ejemplo Arya nos sigue pareciendo aún una niña. Sin embargo es una mujer y ante la inminencia de la muerte también ella quiere probar la carne y el sabor de la vida en este mundo. Es apreciable el contraste entre Arya y su hermano pequeño, en este punto de la historia. Ambos siguen conservando una apariencia prácticamente infantil, pero ambos han recorrido un larguísimo camino hasta llegar hasta aquí; ambos tienen una misión, la de Bran está muy clara, por si hacía falta se explica con detalle en la última reunión estratégica, lo usarán de cebo gracias al interés que el Rey de la Noche guarda en él.

Pero, ¿Arya? Es una incógnita absoluta. Ha aprendido a matar, a matar como una máquina. Sus poderes son extraordinarios pero todavía es confuso el modo en que pretende emplearlos. El Perro menciona su vieja lista de enemigos y hay que recordar que la encabezaba Cersei. ¿Es una pista? El caso es que en la última noche de la vida en la tierra de Poniente tal y como se conocía hasta ahora, Arya decide descubrir la pasión y el fornicio y Bran se la pasa debajo de un árbol, en su silla de ruedas, abstraído en su asombroso (pero inmóvil) poder de premonición y telepatía.

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Y hablando de pistas. ¿Le revela el final de la serie y de la historia Bran a Jaime, cuando le reprocha hacer pronósticos sobre una vida después de la batalla contra los Caminantes Blancos? “¿Cómo sabes que después hay algo?” El futuro es que no hay futuro, viene a decirle al viejo Matarreyes. En todo caso en este capítulo se ha visto a un Bran mucho más locuaz de lo acostumbrado. ¿Por qué no hemos visto más, o siquiera algo medianamente profundo, de la charla entre Bran y Tyrion? Esas dos mentes arrejuntadas en un salón frío, en la noche en que se acaba el mundo, ¡lo que habría dado de sí! Uno, el cerebro de la experiencia, el otro, el de la profecía.

En todo caso, más allá de que por fin haya algo parecido a un plan (reducir el choque con la horda zombi a un cuerpo a cuerpo entre el Rey de la Noche y un comando de élite capitaneado por Theon Greyjoy en torno al árbol mitológico y la sillita de Bran, qué podría salir mal) los guionistas nos dejaron a cambio un vibrante momento entre lady Stark y Daenerys que justificó medio capítulo.

La charla empieza siendo un acercamiento, unas disculpas recíprocas, un gesto de amistad -se cogen de la mano, son dos cuñadas que empiezan a conocerse, a romper el hielo inicial, la mutua desconfianza- pero muy pronto Sansa, que está extraordinaria en esta temporada, se proyecta a sí misma y a su familia en el hipotético futuro post-apocalíptico. Es ahí cuando Daenerys descubre que tiene delante a una réplica de sí misma, a un clon: a una mujer hermosa, fiera, determinada a hacer prevalecer sus derechos y los de su familia, a una mujer en resumen que ansía gobernar, poseer, y que es “buena, inteligente e implacable” como ella misma describió al inicio de su conversación al Tyrion ideal que según ella debía comportarse como su Mano.

Sansa es una mujer imponente que ha sufrido pérdidas devastadoras y cuya experiencia vital está marcada por terribles hechos dramáticos. Son dos mujeres que han debido siempre afirmarse a ellas mismas, resistir en condiciones muy adversas sin olvidar quiénes son y qué es lo que les pertenece por derecho. Es un enfrentamiento de altura entre dos líderes, dos mujeres en apariencia frágiles que gobiernan ejércitos y clavan sus pies con firmeza en un mundo muy masculino y muy hostil.

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El enfrentamiento queda abierto, con la solución pendiente, por una irrupción, en este caso de Theon, como el posterior diálogo tenso entre Jon y Daenerys a cuenta de la revelación de su nueva identidad: creo que el momento está mal elegido, no para las necesidades de la historia naturalmente (es el cliffhanger más potente de la Historia de la televisión, espérate ahora te cuento que ya están aquí los veinte millones de muertos que vienen a matarnos) pero sí para la propia intensidad dramática que algo de tal magnitud necesitaba, quizá algo más reposado, en fin, la serie ya transita por unos cauces absolutamente previsibles y así es como deben suceder estas cosas, qué se le va a hacer.

Si la discusión entre Daenerys y Sansa es una majestuosa batalla dialéctica entre dos mujeres poderosas que deben actuar como hombres para gobernarlos, en lady Brienne cristaliza al fin el ideal caballeresco medieval por antonosmasia de los cantares de gesta. Es la pureza completa, la inocencia absoluta, la virtus romana y la quijotesca obsesión por la lealtad y la fidelidad a unos valores. En este caso, ¡es una inversión feminista del ideal de la caballería! Los caballeros andantes juraban proteger y dar su vida por una dama, y Brienne lo hace, otra vez, por un hombre, por el hombre, seguramente, al que ama, pero de forma tan casta y púdica como corresponde al personaje más genuinamente bueno de la serie.

La ceremonia de su nombramiento como caballero de los Siete Reinos es hermosa y necesaria, cierra el arco argumental de Brienne de forma inmejorable y poética, en un salón lleno de viejos enemigos que tantas veces se han hecho daño y que, convocados por la necesidad imperiosa de sobrevivir, beben y cantan y se cuentan viejas anécdotas como amigos sinceros. “Fuck tradition!” grita el personaje más bruto, basto y salvaje de la serie, Tormund, haciéndole así el homenaje más inusual y bello a Brienne, un homenaje muy feminista, como digo.

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Se ve este sesgo en más detalles: la niña que ante Davos es convencida de que no puede luchar como sus hermanitos mayores, guerreros, pero que debe proteger a mujeres y niños en la cripta, y allá se va, convencida y orgullosa de su misión; la Napoleona Mormont, que impone su voluntad ante el miembro más viejo y respetable de su linaje…incluso en el engaño, que se le reprocha abiertamente a Tyrion, en el que cae inducido por Cersei, se puede ver algo de todo esto: el personaje más astuto y listo de Poniente (se encargan de recordarlo varias veces durante el capítulo) engañado de forma simple y muy fácilmente (demasiado fácilmente, ¿no les parece? Algo así es indigno del Tyrion que se habían encargado de mostrarnos durante tantos años) por su hermana usando el sencillo truco de dar pena y lástima por un embarazo.

En el fondo Tyrion es no sólo el Lannister sino el personaje de toda la serie que más ha creído en la idea de la familia, el que más, de verdad y en el fondo de su corazón, ha confiado abierta y fraternalmente en la reciprocidad de ese sentimiento, de ese vínculo, y por ello el que más heridas ha recibido de padres, hermanos, primos…a lo mejor es esto lo que termina justificándolo, el amor, como dijo Bran.

El amor en su forma de amistad ha juntado finalmente a tres guardias de la noche en lo alto de un muro, esta vez no en el Muro, sino en Invernalia: “ahora nuestra guardia comienza”. Ya no son cuervos, uno es un rey, el otro un sabio, sólo uno de ellos es un sencillo guerrero, que formula la petición, en el cierre circular de la historia, más simple y poderosa que puede desear un hombre en trance de morir: que el último le prenda fuego a los demás. Esa escena tuvo algo de western, de John Wayne atisbando a los apaches desde el estribo de la diligencia.